Cuando Pedro y Pablo perdieron su vida por Cristo, los cristianos empezaron a reunirse alrededor de sus tumbas para venerar su recuerdo.
El sepulcro de Pedro, sobre el monte Vaticano. El de Pablo, en el camino de Ostia, a las orillas del Tíber.
Las primeras persecuciones impidieron que a los apóstoles se les diera culto abierto. Pero, tan pronto como Constantino puso la paz, se levantaron los dos templos. El papa Silvestre los consagró. Y era tal la veneración a estas dos basílicas, que los godos, que habían asolado la ciudad de Roma, no se atrevieron a tocar estos dos templos cristianos.
La basílica del Vaticano hubo que renovarla porque se hacía pequeña a todas luces. Julio II dio principio al actual edificio el año 1506, con un diseño del arquitecto Bramante Lázari. El papa Paulo III encargó la continuación de la obra a Miguel Angel Buonarroti, el cual trazó otro modelo de arquitectura más soberbia, más moderna y de más valiosos materiales. Fue obra de 120 años, en vida de 20 pontífices. Debajo del altar está la confesión de san Pedro, el sepulcro del apóstol.
La iglesia de San Pablo, extramuros, es también de singular veneración y muy frecuentada por los fieles. No son los templos lo más importante. Es que debajo de ellos están las tumbas de los apóstoles.
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