Bernardo, hijo de Tescelin Sorrel y de Aleth, hija del señor de Montbard, nació en el castillo familiar de Fontaines, cerca de Dijon, en la Borgoña. Su piadosa madre francesa había ofrecido a Dios sus siete hijos ?seis hijos y una hija? y se había dedicado a su educación. Según el nivel corriente de aquella época, fueron educados magníficamente; los hijos aprendieron latín y supieron hacer versos antes de educarse en el manejo de las armas. Bernardo fue enviado a ChátillonsurSeine, para estudiar en un colegio de canon secular. En la escuela dio pruebas de gran inteligencia, así como de una naturaleza genuinamente religiosa. Fue durante ese período cuando la muerte de su madre, a la que amaba profundamente, le sumió en un estado de depresión aguda y prolongada.
Cuando a los diecinueve años Bernardo acabó sus estudios, tenía, además de las ventajas de su noble cuna y su talento natural, un carácter dulce, fuerza de voluntad y un encanto personal que le hacían popular. Sufrió grandes tentaciones de la carne y frecuentemente consideró la posibilidad de abandonar el mundo y los estudios de literatura, que constituían uno de sus mayores goces. Se sintió atraído por el monasterio benedictino de Citeaux,, fundado unos quince años antes por Roberto de Molesme, Alberico y Esteban Harding. Cierto día, Bernardo oraba de rodillas en una iglesia del camino, pidiendo a Dios que le guiara en el futuro. Al levantarse, todas sus dudas se habían desvanecido y se hallaba decidido a seguir el estricto modo de vida de los cistercienses. Su tío Gaudry, un guerrero valeroso, y los jóvenes hermanos de Bernardo, Bartolomé y Andrés, afirmaron que querían acompañarlo y acudieron al hermano mayor, llamado Guy. este, sin embargo, estaba casado y tenía dos hijos, pero poco después su esposa entró en un convento y él también se unió al grupo. Otro de los hermanos, llamado Gerardo, que era soldado y muy afecto a su oficio, fue herido y tomado prisionero, y poco después también escuchó el llamado de Dios, y luego de ser libertado fue a reunirse con los otros. También fue convencido Hugo de Macon, así como muchos otros que antes no prestaran gran atención a la vida religiosa. La elocuencia de Bernardo era tal que en pocas semanas logró persuadir a treinta y un nobles borgoñones para que le acompañaran a Citeaux. Bernardo y sus hermanos se reunieron para recibir la bendición de su padre y decirle adiós. únicamente un hijo, Nirvard, que era el más joven, quedó en el hogar, y el grupo se puso en camino. Guy le dijo a su hermano pequeño : «¡Adiós, pequeño Nirvard! Puedes quedarte con todas nuestras tierras y fortuna.» El niño replicó : «¡Oh! ¡Así, pues, os quedáis con el Cielo y me dejáis solamente la tierra! ¡ El reparto es muy desigual!» Pues así era la atmósfera espiritual en aquella época de fe.
Cuando, por fin, llegaron a Citeaux, hacia la Pascua del año 1112, hallaron que hacía varios años que no habían llegado novicios y el abad, Esteban Harding, los recibió con los brazos abiertos. Bernardo, entonces de veintidós años, deseaba vivir escondido y olvidado, pensando únicamente en Dios. Desde el principio se esforzó en obedecer el mandamiento que, más adelante, daría a todos los nuevos postulantes : «Si deseas vivir en esta casa, deja tu cuerpo afuera : solamente los espíritus pueden entrar aquí.» Al cabo de un año, él y sus compañeros ?menos uno? hicieron su profesión de fe y continuaron su vida enclaustrada. Como Bernardo no podía segar el trigo tan rápidamente como los demás, le fue asignado un trabajo menos duro; pero rogó a Dios que le concediese la fuerza necesaria para manejar la hoz debidamente, y pronto lo pudo hacer tan bien como el mejor. Solía decir : «Nuestros padres construyeron los monasterios en lugares húmedos e insalubres para que los monjes tuvieran más claramente ante sus ojos la incertidumbre de la vida.» En verdad, los cistercienses habían escogido terrenos pantanosos e improductivos, pero su diligencia los transformó rápidamente en campos fértiles, jardines y pastos. En el año 1113, Esteban fundó el monasterio de La Ferté, en 1114 el de Pontigny. El conde de Troyes ofreció una tierra, dentro de sus dominios, para que se construyera otro tercer monasterio. Esteban, conocedor de la habilidad excepcional de Bernardo, lo nombró abad y le dijo que tomara doce monjes, incluyendo a sus propios hermanos, y fundara una casa en la diócesis de Langres, en Champaña. Se establecieron en el valle de Wormwood, que en un tiempo había sido escondite de ladrones. Allí despejaron un terreno y, con la ayuda de la gente de los alrededores, edificaron una morada sencilla.
La tierra era muy pobre y los monjes pasaron por un período de extrema penuria. Su pan era de la peor cebada; hierbas o bien hojas de haya, hervidas, les servían en ocasiones de alimento. Además, Bernardo fue al principio tan severo en la disciplina que los monjes, aunque obedecían, estaban desalentados. Su apatía le hizo darse cuenta de la culpa y se condenó a sí mismo a un largo silencio. Al fin una visión le hizo volver a predicar. Entonces cuidó de que la comida no fuera tan escasa, aunque aun era sencilla. Pronto la fama de la casa y de su santo abad cundió por aquella parte. El número de los monjes alcanzó a 130. El monasterio recibió el nombre de Clairvaux.
Bernardo, presa de tantas ansiedades, padecía molestias estomacales, pero nunca se quejó ni se aprovechó de una indulgencia para los enfermos. En el año 1118 estuvo tan enfermo Que su vida peligró. Uno de los eclesiásticos más poderosos de la época, Guillermo de Champeaux, obispo de Chálons, reconoció un dirigente predestinado en aquel doliente abad. Obtuvo del cabildo cisterciense, que ese año se reunió en Citeaux, la autorización para dirigirlo como su superior durante un período de doce meses. Sabiendo que Bernardo necesitaba descanso y calma, le colocó en una pequeña casa, fuera del recinto monástico de Clairvaux, con orden de no seguir la regla y de aliviar su mente de cualquier preocupación acerca de la comunidad. Después de vivir bajo dieta especial y atendido por un médico, Bernardo regresó al monasterio muy mejorado de salud. Su anciano padre y su hermano Nirvard le habían seguido allá v de sus manos recibieron los hábitos.
Las cuatro primeras casas filiales de Citeaux, a saber : La Ferté, Pontigny, Clairvaux y Morimond, fundaron, a su vez,. otras casas. Clairvaux fue la que mayor número fundó. En el año 1121, Bernardo realizó su primer milagro. Mientras cantaba misa devolvió el uso de la palabra a Josbert de la Ferté, pariente suyo que había enmudecido. Aquel hombre pudo confesarse antes de morir, tres días después, y hacer contrición por muchos actos injustos. También hay relatos de personas enfermas a quienes Bernardo curó haciendo sobre ellas el signo de la cruz. Esos relatos están confirmados por testigos dignos de crédito. Otra historia trata de la iglesia de Foigny, que estaba infestada de moscas pestilentes. Bernardo pronunció la excomunión sobre ellas y todas murieron. Eso dio lugar al viejo dicho francés «la maldición de las moscas de Foigny».
Debido a su continua falta de salud, el cabildo general dispuso que Bernardo no trabajara en el campo y que se dedicase a la predicación y la escritura. Este cambio le dio oportunidad de escribir un tratado, Grados de humildad y de orgullo, que contiene un excelente análisis del carácter humano. En 1122, a instancias del arzobispo de París, fue allá y predicó a los estudiantes de la Universidad que eran candidatos para las santas órdenes. Algunos quedaron tan impresionados que le acompañaron en su viaje de regreso a Clairvaux. Un grupo de caballeros alemanes que se había detenido para visitar Clairvaux regresó más tarde y todos pidieron ser admitidos en la orden. Aquella conversión fue notable, ya que el principal interés que ten' in en esta vida había sido el de la guerra y los torneos. Sig .os después, en su Arte de predicar, Erasmo escribiría : «Bernardo es un predicador elocuente, mucho más por naturaleza que por arte; está lleno de encanto y vivacidad y sabe cómo alcanzar e inclinar los efectos.» Bernardo estaba siempre dispuesto a recibir a los monjes que llegaban de otras órdenes o a dejar salir a cualquiera de los suyos que deseara entrar en otra institución religiosa con la esperanza de lograr mayor perfección.
A pesar de su anhelo por una vida retirada, Bernardo tuvo que viajar a través de Europa en misiones relacionadas con la Iglesia. Su reputación de sabiduría y santidad y su talento como mediador se hicieron tan famosos que los príncipes le reclamaban para que decidiera en sus disputas, los obispos pedían su opinión sobre problemas que concernían a sus iglesias, y los papas aceptaban su consejo. Se decía que dirigía las iglesias de Occidente desde su aislado monasterio de Citeaux. Escribió que «su vida rebosaba ansiedades, sospechas y cuidados. Escasamente halló una hora libre del tropel de aplicantes ruidosos y de las molestias y cuidado de sus asuntos. No tengo poder para evitar su llegada y no puedo negarme a verlos y ellos no me dejan tiempo ni tan siquiera para rezar».
La elección de hombres indignos para los episcopados y otros cargos de la Iglesia era algo que preocupaba profundamente a Bernardo, y contra ello luchó con todas sus fuerzas. Un monje, decían sus enemigos, debería permanecer en su claustro y no preocuparse con esos asuntos. Un monje, decía él, era un soldado de Cristo como cualquier cristiano y tenía el deber especial de defender el honor del santuario de Dios. Las abiertas censuras de Bernardo tuvieron como efecto que muchos altos dignatarios de la Iglesia cambiaran su modo de vida. Enrique, arzobispo de Sens, y Esteban, obispo de París, renunciaron a concurrir a la corte y a su estilo de vida secular.
El abad Suger de SaintDenis,2 quien como regente de Francia vivía durante algún tiempo ostentosamente, renunció a sus costumbres mundanas, dimitió sus cargos seculares y se ocupó en restablecer la disciplina dentro de su propia abadía. Bernardo escribió al deán de Languedoc : «Quizá imagines que lo que pertenece a la Iglesia te pertenece mientras oficias allí. Pero estás equivocado, pues aunque es razonable que aquel que sirva y al altar viva de él, no debe, sin embargo, promover su lujo o su orgullo. Todo lo que es tomado por encima de lo que se necesita para el sencillo alimento y el sencillo vestido, es sacrilegio y robo.» Bernardo tuvo también una áspera controversia con el venerable Pedro, archiabad de Cluny, en la cual criticó el modo de vida de Pedro y de los cluniacenses.'
Bernardo tuvo que asistir a muchos sínodos importantes. También ayudó a fundar la celebrada orden de los Caballeros Templarios.' Un grave cisma siguió a la muerte del Papa Honorio II en el año 1130. La mayoría de cardenales escogió Papa a Inocencio II, pero, simultáneamente, una fracción minoritaria eligió a uno de entre ellos, el cardenal Pedro de Leone, el cual tomó el nombre de Anacleto. Hombre ambicioso y mundano, Anacleto logró tomar las riendas de Roma en sus manos, y el Papa Inocencio tuvo que huir a Pisa. Poco después se reunió un concilio de obispos en Etampes. Bernardo asistió, y como resultado de su defensa vigorosa, Inocencio fue reconocido por el concilio. Pronto el nuevo Papa marchó a Francia, en donde fue recibido espléndidamente por el rey Luis VI. Bernardo fue con él a Chartres y allí conoció al rey Enrique de Inglaterra, quien también fue persuadido a que reconociera a Inocencio. El grupo marchó entonces a Alemania, y Bernardo estuvo presente en el encuentro del Papa Inocencio con el emperador Lotario II, el cual ofreció el reconocimiento a cambio del derecho de investir los obispos. Los reproches de Bernardo hicieron que Lotario retirase aquella condición que Inocente había rechazado rápidamente.
En 1131, el Papa Inocencio visitó Clairvaux y fue recibido por una sencilla procesión de monjes. En la mesa, la comida consistió en pan grosero, verduras y hierbas, además de un pequeño pescado para el Papa que, según cuenta el cronista, los demás contemplaron a distancia. Al año siguiente Bernardo acompañó al Papa en su regreso a Italia, reconciliándolo ceri varias ciudades v marchando hasta Roma. Entonces Inocencio le hizo legado de Alemania, y en su viaje de vuelta hacia el norte, Bernardo predicó en nombre del Papa y convirtió a los pecadores Habiendo logrado que la Iglesia de Alemania tuviera más armonía, Bernardo volvió a Italia para asistir al concilio de Pisa. Allí se votó que los cismáticos fueran excomulgados. Más tarde marchó a Milán, en donde logró persuadir al pueblo para que se reconciliara con Inocencio y también con el emperador. Los ciudadanos le ayudaron en la tarea de establecer en las cercanías de Chiaravalle el primer monasterio cisterciense de Italia. De regreso en Clairvaux llevó con él cierto número de postulantes para ser admitidos, entre los que se encontraba un joven de Pisa, Pedro Bernardo, el cual más tarde sería el Papa Eugenio III. El primer trabajo que le fue confiado al futuro pontífice en cuanto llegó al monasterio fue el de avivar el fuego en el calefactorio.5
Un año antes, Bernardo había sido llamado a Aquitania, en donde Guillermo, duque de esa provincia, perseguía a los partidarios del Papa Inocencio y había desterrado a los obispos de Poitiers y de Limoges. Guillermo era un príncipe poderoso, de estatura gigantesca y habilidad excepcional, el cual, desde su juventud, había sido irreverente y agresivo. Las oraciones y súplicas de Bernardo habían fracasado en persuadir a Guillermo para que restaurara los obispos, y entonces empleó un medio más eficiente. Fue a decir la misa en la iglesia mientras que el duque y otros cismáticos quedaban en la puerta, como solían quedar los excomulgados. Ya se había dado el beso de paz antes de la comunión cuando súbitamente Bernardo depositó la hostia en la patena, se volvió y, manteniendo el cáliz en alto, avanzó hacia la puerta, con la mirada llameante y todo su porte resuelto. «Hasta ahora ?dijo? os he rogado y suplicado y me habéis despreciado. Otros servidores de Dios han unido sus plegarias a las mías y vos no habéis querido verlo. Ahora el Hijo de la Virgen, el Señor y Cabeza de esa Iglesia que vos perseguís, viene én persona para ver si os arrepentís. Él es vuestro juez, a cuyo nombre toda rodilla se hinca en el cielo, en la tierra y en el infierno. En Sus manos vuestra alma obstinada ha de caer un día. ¿Lo despreciarés? mofaréis de Él al igual que habéis hecho con sus servidores?» Incapaz de soportar más, el aterrorizado duque cavó de bruces_ Bernardo lo alzó y le ordenó que saludara al obispo de Poitiers. El duque hizo lo que se le decía, abandonó el cisma y restauró al obispo en su silla episcopal. Luego Guillermo fundó un nuevo monasterio cisterciense y fue en peregrinaje a Compostela,6 durante el cual murió.
Debido a los esfuerzos de Bernardo se dio fin a otros cismas. La muerte de Anacleto en el año 1138 abrió el camino de la paz, pues, aunque sus partidarios eligieron otro sucesor, las predicaciones de Bernardo en Roma los hicieron inclinarse hacia Inocencio. Después de tan ardua labor, Bernardo regresó a Clairvaux. Rehusó cinco episcopados que le fueron ofrecidos, para poder concentrarse en la instrucción de sus monjes; sus sermones sobre el Cantar de los Cantares fueron famosos.
Llegamos así a una de las más encendidas controversias de los tiempos medievales. Bernardo estaba reconocido como uno de los hombres más elocuentes v llenos de influencia de la época. Al lado suyo se alzaba el brillante y desgraciado maestro Pedro Abelardo,7 intelectual de la misma talla que Bernardo. Quizá era inevitable que ambos chocaran, ya que representaban ideas opuestas. Bernardo era el defensor de la autoridad tradicional, de «la fe no como opinión, sino como certidumbre». Abelardo abogaba por el nuevo racionalismo, representado por Anselmo, y por el libre ejercicio de la razón humana. En 1121 la ortodoxia de Abelardo había sido puesta en duda y se había reunido un sínodo que lo condenó a quemar su libro sobre la Trinidad. Obligado a alejarse de París, en donde gozaba de enorme popularidad como maestro, vivió como ermitaño durante algunos años. Había vuelto a resumir sus lecturas y, en el año de 1139, Guillermo de S. Thierry, un cisterciense, lo denunció como hereje ante el legado de la Santa Sede y ante Bernardo, diciendo que ellos eran los únicos hombres con poder suficiente para aplastar aquel error. Bernardo mantuvo con Abelardo tres conversaciones privadas, en la última de las cuales obtuvo que Abelardo prometiera retirar lo que de peligroso había en sus puntos de vista, pero, no obstante, siguió desafiante. En 1141, en el concilio de Sens, se citó a Abelardo, acusado de herejía sobre ciertos puntos. En un principio Bernardo no deseaba asistir, pero cuando los partidarios de Abelardo arguyeron que debía tener miedo de enfrentarse con el recalcitrante maestro, se sintió obligado a estar presente. Abelardo escuchó las acusaciones enumeradas por Bernardo y se negó a defenderse, aunque se le dijo que podía hacerlo. Sintió que los obispos estaban agrupados contra él, y por ello, tras apelar al Papa, abandonó el concilio. Entonces los obispos condenaron como heréticas diecisiete proposiciones sacadas de los escritos de Abelardo, lo sentenciaron al silencio y escribieron un relato de la encuesta al Papa Inocente, el cual confirmó la sentencia. De camino hacia Roma, cuando se había detenido a las puertas del monasterio de Cluny , Abelardo se enteró de la confirmación de su sentencia, dada por el Papa. Su salud y su espíritu estaban ya destrozados y su muerte acaeció en el mes de abril del año 1142. Se ha criticado severamente a Bernardo por su actitud en este asunto, pero debió sentir que el brillo de Abelardo hacía de éste un hombre en extremo peligroso. Escribió al Papa que Abelardo «intentaba reducir a cero los méritos de la fe cristiana, puesto que parece creerse capaz de comprender a Dios mediante la sola razón humana».
Uno de los mejores amigos de Bernardo fue el obispo irlandés Malaquías (Maelmhaedhoc I'Morgair), un celoso reformador del monasticismo en su isla nativa. Después de retirarse del episcopado de Armagh, Malaquías llegó a Clairvaux, en donde unos tres años más tarde moría en los brazos de Bernardo. Junto con Malaquías habían venido de Irlanda varios jóvenes que debían instruirse bajo la dirección de Bernardo para luego, en 1142, establecer el primer monasterio cisterciense de Irlanda. En 1145, aquel mismo Pedro Bernardo de Pisa que en el año 1138 siguiera a Bernardo hasta Clairvaux, fue elegido Papa y tomó el nombre de Eugenio III. Bernardo se preocupó paternalmente por Eugenio, hombre tímido y solitario, poco acostumbrado a la vida pública. Para guía suya escribió la más importante de sus obras, Sobre consideración. En ella encarece a Eugenio la variedad de obligaciones de su cargo y le recuerda que debe apartar diariamente cierto tiempo para el autoexamen y contemplación, deber más vital que cualquier asunto oficial. Escribió que corría el peligro de estar tan preocupado como para olvidar a Dios; la reforma de la Iglesia debe comenzar desde arriba, pues si el Papa cae, toda la Iglesia se viene abajo. Este libro ha venido gozando de gran reputación dentro de la Iglesia desde la época de Bernardo.
Arnoldo de Brescia, discípulo de Abelardo, atrajo entonces el interés así como la vibrante oposición de Bernardo. Arnoldo había sido condenado junto con Abelardo por el concilio de Sens, pero cuatro años más tarde, en Roma, encabezó un movimiento de la comuna de ciudadanos para derrocar al Papa y formar un gobierno que tuviera por modelo la antigua república romana. La agitación que logró brotara entre el populacho fue causa de que Eugenio huyera de la ciudad durante un tiempo. En otras partes había alzamientos en contra de la autoridad temporal de los obispos; pero, en conjunto, aquel movimiento era confuso y estaba mal organizado. Arnoldo fue juzgado y condenado por la Iglesia y luego ejecutado por el emperador Federico Barbarroja.
Mientras tanto la herejía albigense,6 con todas sus sorprendentes implicaciones sociales y morales, hacía progresos alarmantes en el Sur de Francia. En 1145, el legado papal en Francia, cardenal Alberico, suplicó a Bernardo que marchara al Languedoc. A pesar de estar débil y enfermo, Bernardo obedeció, deteniéndose para predicar durante el camino. Geoffrey, su secretario, le acompañaba y relata varios milagros de los cuales fue testigo. En un pueblecillo del Périgord, Bernardo bendijo con el signo de la cruz algunas barras de pan, diciendo : «Por esto conoceréis la verdad de nuestras doctrinas y la falsedad de lo que predican los herejes, pues los que estuvieren enfermos entre vosotros sanarán al comer estas barras.» El obispo de ChartreS, que se encontraba junto a Bernardo, temiendo las consecuencias que podían derivarse de estas palabras, añadió : «Esto es, si las comen con la debida fe serán curados.» Pero Bernardo insistió en aseverar que «quienquiera que las probara sería curado». Y en verdad, buen número de enfermos sanaron despué de haber comido de aquel pan. Aunque los sustentadores de la herejía eran testarudos y violentos, especialmente en Toulouse y en Albi, en poco tiempo logró reponer la ortodoxia, aparentemente. Veinticinco años después, sin embargo, los albigenses tendrían más poder que nunca en el país. El gran Santo Domingo, cuya historia aparece más adelante en este libro, fue quien ganó nuevamente el país.
En el día de Navidad del año 1144, los turcos seljukos capturaron Edesa, ciudad principal de uno de los principados cristianos establecidos por la primera cruzada. Llamadas de auxilio cundieron por Europa, pues la posición de todos los cristianos de Siria era comprometida. El rey Luis VII de Francia anunció su intención de encabezar una nueva cruzada, y el Papa encargó a Bernardo que predicara la guerra santa. Bernardo comenzó a hacerlo en Vezelay, en domingo de Ramos del año 1146. La reina Eleonor y un grupo de nobles, los primeros en tomar la cruz, fueron seguidos por tal tropel que pronto las divisas de tela 9 se acabaron y Bernardo tuvo que sacar tiras de su propio hábito para hacer más. Una vez despertado el espíritu de Francia, escribió a los gobernantes y pueblos de Inglaterra, Italia, Sicilia, España, Polonia, Dinamarca, Moravia, Bohemia y Bavaria y fue personalmente hasta Alemania. Allí tuvo que tratar con un monje medio loco, el cual, en su nombre, incitaba al populacho para que asesinara a los judíos. Entonces hizo un viaje triunfante por tierras del Rin. El emperador Conrado III tomó la cruz y se puso en marcha en el mes de mayo del año 1147. Pronto le siguió Luis de Francia.
La segunda Cruzada fue un lastimoso fracaso. El ejército de Conrado quedó destrozado al cruzar las montañas del Asia Menor. Luis fue desviado hacia el Este y sus fuerzas quedaron exhaustas después de un sitio fútil de Damasco. El motivo principal del colapso de aquella gran empresa se escondía entre los propios cruzados. Muchos estaban incitados por motivos sórdidos v durante la marcha cometieron toda clase de tropelías. Como Bernardo había prometido el éxito fue criticado amargamente; en respuesta declaró que había confiado en que la Misericordia Divina bendeciría una cruzada organizada en honor de Su Nombre, pero que los pecados del ejército habían acarreado la catástrofe; mas, no obstante, ¿quién podía juzgar del verdadero éxito o fracaso? «¿Cómo es posible ?preguntaba? que la temeridad de los mortales se atreva a condenar aquello que no puede comprender?» Poco después del regreso de los vencidos cruzados, Bernardo se dedico a organizar una tercera expedición para liberar de los turcos los Santos Lugares, trabajando en esa ocasión junto con el abad Suger, quien se había opuesto a la expedición anterior. Pero Suger murió a principios del año 1151; Francia se hallaba nuevamente sumida en la guerra civil y el proyecto fue abandonado. El Papa Eugenio murió en 1153 y aquel mismo año Bernardo cayó postrado por la que había de ser su última enfermedad. Tiempo hacía que moraba en el Cielo, con sus deseos, si bien adjudicaba esos deseos a su debilidad en vez de a su piedad. «Los santos ?decía? deseaban morir impelidos por su anhelo de ver a Cristo, pero yo lo hago movido por los escándalos y la maldad.» En la primavera del año 1153, el arzobispo de Trier le rogó que acudiera a Metz y viera de hacer las paces entre los ciudadanos de esta ciudad y el duque de Lorena, que los había subyugado. Olvidando su invalidez, Bernardo marchó a Lorena y allí logró que ambos bandos depusieran las armas y que, algo más tarde, aceptasen el tratado que él mismo preparara.
De regreso en Clairvaux, después de haber realizado esa tarea mediadora final, la salud del abad decayó rápidamente. Con sus hijos espirituales reunidos en torno suyo, recibió los últimos sacramentos. Él los reconfortó diciéndoles que el servidor de poco provecho no debía ocupar un lugar estérilmente y que el árbol sin fruto debía desarraigarse. El 20 de agosto Dios lo llamó a su lado. Entonces Bernardo tenía sesenta y tres años, había sido abad durante treinta y ocho años y había visto establecer por sus hombres de Clairvaux sesenta y ocho monasterios. Según un historiador, había «llevado todo el si glo xtt sobre sus hombros». El «doctor Melifluo», como se le llamaba debido a su elocuencia, había sido consejero de prelados y reformador de disciplinas; sus obras han seguido inspirando a los creyentes. Aunque vivió según Anselmo de Canterbury, el gran intelecto que empleó la razón como medio para aclarar la fe, Bernardo estaba del lado de los antiguos doctores que confiaban por entero en las Escrituras, en la fe y en la experiencia mística. Por la especial excelencia de su vida y de su obra se le reconoce como al último de los Padres de la Iglesia. Fue canonizado en 1174, veintiún años después de su muerte. Sus reliquias se encuentran en Clairvaux y su cráneo en la catedral de Troyes. Sus emblemas son una pluma, abejas e instrumentos de la Pasión.
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