Entre los grandes reformadores del agitado siglo xvi se encuentra Carlos Borromeo, quien, junto con San Francisco de Loyola, San Felipe Neri y otros, encabezó el movimiento para combatir la Reforma protestante. Su padre, el conde Gilberto Borromeo, era hombre piadoso y capaz y su madre pertenecía a la famosa familia de los Médici de Milán, hermana de Angelo de Médici, que luego sería el Papa Pío IV. Segundo hijo varón de una familia de seis hijos, Carlos nació en el castillo de Arona, en el Lago Mayor, el 2 de octubre del año 1538. Era tan devoto que a los doce años recibió la tonsura. Entonces su tío paterno, Julio César Borromeo, hizo recaer en él todas las rentas que se obtenían de una rica abadía benedictina, uno de los antiguos gajes de aquella familia noble. A pesar de su juventud, Carlos tenía un fuerte sentido de responsabilidad e hizo saber a su padre que todas las rentas de la abadía, excepto lo estrictamente necesario para preparar su carrera en la Iglesia, pertenecían a los pobres y no podían emplearse en asuntos seculares. Tomar una actitud tan escrupulosa en una época de corrupción y decadencia era algo insólito y muy significativo de la integridad del carácter de Carlos.
El joven asistió a la Universidad de Pavía, en donde estudió las leyes civiles y canónicas. Debido a cierto impedimento de palabra se le consideraba algo atrasado, pero, no obstante, su dedicación e ingenio compensaban con creces aquel defecto y su estricta conducta le convirtió en modelo de sus compañeros de estudio, los cuales, en esta época del Renacimiento, eran en su mayoría libertinos y amantes de todos los placeres. Carlos aceptó una renta suficiente de la abadía para atender a los gastos de la casa que un joven noble de su categoría debía sostener. Cuando a los veintidós años obtuvo el título de doctor, sus padres ya habían muerto y su hermano mayor, Federico, era cabeza de la familia. Poco hacía desde que Carlos regresó a su hogar cuando llegaron noticias de que su tío, el cardenal Angelo de Médici, había sido elegido Papa y tomado el nombre de Pío IV. Pocos meses después, el nuevo Papa mandó llamar a su sobrino y en muy poco tiempo Carlos se convirtió en figura central de la corte papal, y cargos y honores fueron volcados sobre él. Fue nombrado cardenaldiácono y administrador de la sede de Milán, aunque no iba a encargarse de ese trabajo hasta muchos años después. Fue nombrado también legado de Bolonia, Romaña y la Marca de Ancona, protector de Portugal, los Países Bajos y los cantones católicos de Suiza; supervisor de las órdenes carmelita y franciscana y de los Caballeros de Malta y administrador de los estados papales. La confianza que el Papa puso en él fue acertada, pues Carlos demostró gran energía, habilidad y diplomacia en el desempeño de tan variados deberes. Metódico y diligente, aprendió pronto a despachar los asuntos con rapidez y eficacia.
Pero, a pesar de sus pesadas tareas, Carlos hallaba tiempo para recrearse con la música y los ejercicios físicos. Tenía el polifacetismo que solemos asociar a los hombres del Renacimiento y se interesaba profundamente en los progresos de la ciencia.. Estableció en el Vaticano una academia literaria para hombres del clero y laicos, y algunos de los estudios y conferencias que allí tuvieron lugar fueron publicados como las Noctes Vaticanae, a las que el propio Carlos contribuía. Era entonces costumbre que un hombre de su posición viviera magníficamente, pero aquello no significaba gran cosa para él. Continuó siendo modesto y humilde de espíritu y por completo apartado de las tentaciones mundanas de Roma.
Cuando el venerable Bartolomé de Martyribus, arzobispo de Braga, llegó a Roma, Carlos le consultó en lo .que a su futuro concernía. Se dice que sus palabras fueron : «Ya sabéis lo que significa ser sobrino del Papa, y sobrino, además, muy amado; tampoco ignoráis lo que es vivir en la corte de Roma. Los peligros son infinitos. ¿Qué debo hacer yo, joven y sin experiencia? Dios me ha dado ardor para hacer penitencia y un vivo deseo de preferirle a Él sobre todas las cosas; y he pensado ir a un monasterio y vivir allí como si en el mundo nada más existiéramos Dios y yo.» El prelado aconsejó a Carlos que permaneciera en Roma, en donde tanta falta hacía. Y esto fue un consejo excelente, pues su oportunidad mejor para servir a la Iglesia se iba a presentar a Carlos.
El Papa, poco después de su elección, anunció la reunión del Concilio de Trento, que se había suspendido diez años antes en 1552. Carlos se dedicó por entero a los planes para las deliberaciones y siempre atendió a ellas durante los dos años que duraron las sesiones del concilio en la ciudad italiana. Su propósito era el de concluir la obra de formulación y codificación de la doctrina de la Iglesia y llevar a cabo una verdadera reforma de los abusos existentes. Allí se definió el pecado original, se decretó la perpetuidad de los lazos matrimoniales, se pronunció anatema contra los que negaban la invocación de los santos o la veneración de las reliquias, o contra los que negaban la existencia del Purgatorio o la validez de las indulgencias. También se trató allí de la jurisdicción episcopal, la educación de los seminaristas y la disciplina del clero. Algunos puntos fueron tan discutibles que el concilio estuvo a punto de acabar, en varias ocasiones, sin dar fin a sus propósitos. Carlos fue quien ayudó a cerrar las brechas y conciliar a los prelados y teólogos para que finalizaran su histórica labor. Tuvo también participación en el Catecismo tridentino. Su entrenamiento como .diplomático en la corte papal le había sido provechoso.
En esta época floreciente de las artes, la música de la Iglesia se desarrolló notablemente. Entre los deberes de Carlos se hallaba el de escoger los compositores que debían escribir la música litúrgica.
El famoso Palestrina, que luego sería director del coro del Vaticano, compuso por entonces su misa gloriosa llamada Papae Marcelli y otras obras corales que constituyeron un nuevo modelo para la música polifónica.
Mientras el Concilio de Trento continuaba sus sesiones, el hermano mayor de Carlos murió y, como jefe de la familia, este último se convirtió en propietario de extensas tierras. Como solamente tenía las órdenes menores, la gente pensaba que entonces se casaría, pero Carlos siguió fiel al curso de vida que se había trazado. Pasando la jefatura familiar a su tío Julio, entró en el sacerdocio en el mes de septiembre de 1563. Tres meses después se hizo obispo de Milán y cardenalsacerdote con el título de San Prasedio. Hacía tiempo que a Carlos le preocupaba la sede de Milán, de la que años antes fuera administrador. Los católicos en aquella ciudad se estaban apartando de la Iglesia debido, principalmente, a que hacía ochenta años que no tenían obispo residente. El nuevo obispo fue recibido con alegría y en seguida puso manos a la obra para reformar aquella importante diócesis. Al poco tiempo fue llamado a Roma para asistir al Papa en su lecho de muerte, en donde también estuvo presente Felipe Neri, otro santo importante de aquella época. El nuevo Papa Pío V, que iba a continuar la noble tradición de su predecesor, instó a Carlos para que se quedara con él durante cierto tiempo. Pero él no tardó en regresar a Milán con la bendición del Papa.
Carlos se dedicó entonces a establecer escuelas, seminarios y conventos. Pero aún más importante que la mejora de los edificios en los que la Iglesia realiza su obra era la necesidad de reforma de la función sacerdotal. En toda aquella región las prácticas religiosas estaban siendo profanadas por abusos graves; se descuidaba el Sacramento, ya que muchos sacerdotes eran a un tiempo perezosos e ignorantes; los monasterios tenían una disciplina relajada y estaban llenos de desórdenes. Estas faltas tan extendidas habían sido en parte engendradas por la decadencia de la sociedad medieval y en parte por el resurgimiento de las ideas de la antigLiedad pagana. Reprochando y exhortando a unos y a otros, Carlos procuró alzar el nivel de vida espiritual y llevar a efecto los cambios eclesiásticos que se habían indicado en el Concilio de Trento. Fundó la Confraternidad de la Doctrina Cristiana, con sus Escuelas dominicales para la enseñanza del Catecismo a los niños. Históricamente fueron éstas las primeras escuelas dominicales, y se dice que su número llegó a 740. Instituyó una fraternidad secular cuyos miembros, llamados oblatos de San Ambrosio, prestaban obediencia a su obispo, el cual los empleaba en obras religiosas o en aquello que creía necesario. La renta del obispo para subvenir a las necesidades de su casa era considerable casi toda ella se entregaba a un limosnero para ayudar a los pobres; la vajilla y otras pertenencias fueron vendidas con e! mismo propósito. De acuerdo con los decretos del Concilio de Trento, la catedral de Milán fue desprovista de sus hermosos sepulcros, estandartes y blasones. En su afán de reforma, Carlos llegó a entablar conflicto con el gobernador de la provincia y con el Senado, quienes temían que la Iglesia acabara por usurpar parte de la jurisdicción civil. La oposición a Carlos y las quejas que levantó llegaron hasta el rey Felipe II de España, quien tenía soberanía sobre esta parte de Italia, y también hasta el propio Papa. Por último, Carlos fue completamente exonerado. Sus días estaban colmados de deberes y preocupaciones; por la noche se despojaba de sus ropas de obispo, vestía una vieja sotana y pasaba el tiempo estudiando y rezando. Vivió tan sencillamente como pudo. Cierta noche en que alguien quería calentar su cama, pues hacía mucho frío, Carlos dijo : «La mejor manera de no hallar fría la cama es estar aun más frío que ella, al irse a acostar.» Pero, no obstante, tampoco dejó que el exceso de autodisciplina le debilitara para la tarea que debía realizar.
Los valles alpinos, casi inaccesibles, que se hallaban al norte de su diócesis, estaban virtualmente abandonados por el elero. El obispo no dudó en emprender el viaje para visitar aquellos valles y cumbres remotos. Discutió teología con los campesinos y enseñó el catecismo a los pastores. Por doquier predicó y llevó a cabo reformas, reemplazando los sacerdotes indignos por otros deseosos de restaurar la fe. En el año 1576 tuvo que afrontar, con éxito, otra empresa. En Milán había hambre, debida a las malas cosechas, y poco después se declaró una plaga. El comercio de la ciudad se derrumbó y con él las fuentes de ingresos del pueblo. El gobernador y muchos nobles abandonaron la ciudad, pero el obispo permaneció para organizar el cuidado de los enfermos y administrar a los agonizantes. Reunió a los superiores de todas las comunidades religiosas de la diócesis y obtuvo su cooperación. Empleó su propio dinero y se endeudó para obtener alimento para los que carecían de él. Por último, escribió al gobernador y lo avergonzó hasta el punto que logró que regresara a su puesto.
Las reformas del obispo tuvieron la oposición de los «Humiliati» (Hermanos de la humildad), orden penitente en decadencia, la cual, aunque estaba reducida a 170 miembros, poseía unos noventa monasterios. Tres de sus priores maquinaron un complot para asesinar a Carlos y le asaltaron mientras se hallaba rezando las plegarias de la tarde en compañía de los servidores de su casa. Carlos no quiso que el presunto asesino fuera castigado. Los «Humiliati» se sometieron, por último, a la reforma de su orden. Muchos católicos ingleses habían huido a Italia en esa época debido a las persecuciones que se desataron bajo la reina Isabel. El obispo tomó como teólogo canónico a un galés llamado Dr. Griffith Roberts y a un inglés, Thomas Goldwell, como vicario general. Llevaba siempre sobre sí cn pequeño retrato de San Juan Fisher, quien, junto con Santo Tomás Moro, había sufrido martirio por la fe durante el reinado de Enrique VIII.
La constitución física del obispo había quedado quebrantada por los viajes a través de su diócesis, especialmente aquéllos que emprendiera por la región alpina. En 1584, durante su retiro anual en Monte Varallo, cavó enfermo de fiebres intermitentes, y al regresar a Milán su estado de salud empeoró rápidamente. Después de recibir el último sacramento, el amado obispo murió el 4 de noviembre, a los cuarenta y seis años de edad. En 1610 fue canonizado. Los sermones de San Carlos Borromeo fueron publicados en Milán en el siglo xviii y se han traducido ampliamente. Dos años después de su muerte se formó la Liga Borromea en los cantones católicos de Suiza, cuyo objeto fue expulsar a los herejes. En contra de su voluntad se erigió un memorial en honor suyo en la catedral de Milán, en donde descansa su cuerpo, así como en Arona, lugar de su nacimiento, en donde existe una impresionante estatua del santo.
Por su piedad, energía y efectividad, este eclesiástico eminente fue conocido como «el segundo Ambrosio». Es el patrón de la Lombardía. Sus emblemas son la Santa Comunión y un blasón que lleva la palabra Humilitas.
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