Felipe Neri nació en Florencia en el año 1515, uno de los cuatro hijos del notario Francesco Neri. La madre murió cuando los niños eran aún pequeños y su lugar fue ocupado por una madrastra muy capaz. Desde la infancia, Felipe tenía un carácter dócil y alegre. Le llamaban «Pippo buono», o Felipito el bueno, pues era servicial, atractivo, animado y simpático con todos los que lo conocían.
A los dieciocho años, Felipe fue enviado a la ciudad de San Germano para vivir en compañía de un pariente que no tenía hijos y que quería hacer de Felipe su aprendiz y heredero. Es difícil imaginar alguien con menos aptitudes para los negocios que Felipe. Poco después de su llegada tuvo una experiencia mística de la que años después hablaría como de su «conversión» y que cambió radicalmente su vida. Dejó la casa de aquel familiar para dirigirse a Roma, sin dinero ni plan preconcebido, fiándose de la providencia divina. En Roma hallo albergue bajo el techo de un florentino llamado Galeotto Caccia, empleado de aduana, el cual le ofreció una buhardilla y lo necesario para vivir, a cambio de lo cual Felipe debía dar lecciones a los dos pequeños hijos de Caccia. Bajo su tutela, aquellos dos niños progresaron notablemente en todos respectos, de acuerdo con lo que manifestaba su agradecida madre. Esto era prometedor para las futuras relaciones humanas de Felipe. En efecto, como veremos más adelante, tenia un verdadero talento para obtener lo mejor de la gente de toda condición y edad.
Exceptuando las horas que dedicaba a sus alumnos, Felipe parece haber pasado sus dos primeros años en Roma recluido, empleando gran parte de su tiempo en la oración en aquel incómodo aposento que tenía. Comía frugalmente : pan, agua y algunas aceitunas o verduras. Fue un período de intensa preparación del que emergió de la oscuridad con su espíritu fortalecido y bien resuelto a vivir para Dios. Entonces siguió cursos de filosofía y teología en la Sapienza y en el monasterio de San Agustín. Durante tres años trabajó tan intensamente que se le consideraba como un estudiante prometedor. Pero entinces, repentinamente, quizá impulsado por algún motivo interior, dio fin a las clases y estudios, vendió casi todos sus libros y empezó una misión en el pueblo de Roma.
La religión había alcanzado un nivel muy bajo en la ciudad papal, que aún no se había recobrado de las atrocidades que los ejércitos alemanes y españoles rivalizaron en el saqueo del año 1527, una década antes. También había graves abusos dentro de la Iglesia, y aunque hacía tiempo que esta situación era reconocida, se había hecho muy poco para remediarla. Las elecciones del Sacro Colegio estaban controladas por la familia Médici,' con el resultado de que los cardenales, con pocas excepciones notables, eran príncipes mundanos, que pensaban en términos de poder y de política en lugar de ser hombres dedicados a Dios y a la Iglesia. El entusiasmo por los escritores clásicos y la tendencia hacia el escepticismo, apadrinados por los humanistas del Renacimiento, habían ido sustituyendo gradualmente los ideales cristianos por los paganos en los círculos intelectuales italianos. La indiferencia y el lujo, cuando no la corrupción, reinaban en el clero, muchos de cuyos miembros permitían que sus iglesias se derrumbaran, decían misa muy pocas veces y descuidaban por completo a las congregaciones. ¡No era de maravillarse si la gente caía en el cinismo y la incredulidad! Para infundir nuevo ardor al pueblo de Roma y reevangelizar la ciudad iba a servir la obra de Felipe Neri.
Comenzó del modo más directo posible, trabando amistades en las esquinas de las calles y en las plazas públicas en donde la gente haraganeaba. Al principio se interesó en los jóvenes florentinos que estaban empleados en los bancos y comercios del ajetreado barrio de Sant'Angelo, cerca del Vaticano. Felipe ha sido comparado con Sócrates por el modo que tenía de aprovechar cualquier oportunidad para entablar conversación y dirigir luego a sus oyentes mediante preguntas y sugerencias en la consideración de un modo mejor de vida. Su amabilidad y vivo sentido del humor atraían rápidamente la atención de los. transeúntes, y una vez hecho esto hallaban penoso separarse de él. Mediante este modo tan personal pudo convencer a muchos de abandonar su modo descuidado de vivir. Su acostumbrada pregunta : «Y bien, hermanos, ¿cuándo empezaremos a obrar bien?», obtuvo pronto la respuesta de que eso sería cuando él los guiase. Sin pérdida de tiempo para convertir las buenas intenciones en realidades, Felipe los llevaba a los hospitales para el cuidado de los enfermos, o bien a orar en las Siete Iglesias, una de las devociones favoritas del futuro santo. Sus días estaban dedicados a los demás, pero al llegar la noche solía retirarse a su soledad, para pasar la noche en el pórtico de alguna iglesia o en las catacumbas, junto a la Vía Apia, recogiendo fuerzas para el siguiente día de trabajo.
En una de las grutas de la Vía Apia tuvo una experiencia que le afectó profundamente. Rezaba en la vigilia de Pentecostés en 1544 cuando se le apareció lo que imaginó ser un globo de fuego; entró por su boca y poco después sintió que su corazón se dilataba. En seguida tuvo tales paroxismos de amor divino que cayó al suelo exclamando : «¡Basta, basta, Señor! ¡No puedo soportar más!. Cuando volvió en sí y se incorporó descubrió un tumor sobre su corazón, si bien nunca fue doloroso. Desde ese día, cuando estaba angustiado o emocionado sufría palpitaciones; en esas ocasiones suplicaba a Dios que mitigara sus visitas por miedo a morir de amor.
En el año 1548, cuando Felipe llevaba diez años de realizar su misión informal, halló, ayudado por su confesor el Padre Persiano Rossa, una confraternidad de pobres laicos, los cuales se reunían para hacer ejercicios espirituales en la iglesia de San Salvatore in Campo. Popularizó la devoción de las Cuarenta Horas 2 y emprendió la tarea de abastecer a los peregrinos pobres, obra que iba a conseguir la construcción del famoso hospital de Santa Trinidad. Durante el año de Jubileo de 1575 se cuidó de no menos de ciento cuarenta y cinco mil peregrinos. Más tarde también recibió a los convalecientes.
Así, cuando llegó a los treinta v cuatro años, Felipe había realizado una obra considerable. Sin embargo, su confesor estaba convencido de que si fuera sacerdote su obra sería mucho más efectiva. La humildad de Felipe le hizo dudar en tomar las santas órdenes, pero por fin, en el día 23 de mayo de 1551, fue ordenado sacerdote. Fue a vivir con el Padre Rossa y otros sacerdotes en San Girolarno, y desde entonces llevó a cabo su obra, principalmente mediante el confesionario. Comenzando antes del alba y continuando hora tras hora, permanecía sentado en el tribunal de penitencia mientras mujeres y hombres de toda edad y condición acudían a él. Algunas veces discutió con aquéllos que deseaban mejorar sus vidas o bien les leía en alta voz, escogiendo las vidas de los santos, mártires y misioneros. La historia de la heroica vida y muerte de San Francisco Javier inspiró de tal modo a Felipe que llegó a considerar la posibilidad de emprender una misión en tierras lejanas : pero un cisterciense a quien consultó le convenció de que Roma iba a ser sus Indias.
Para acomodar el número cada vez mayor de los que asistían a las pláticas de Felipe se construyó una amplia habitación sobre la nave de San Girolamo y se nombraron otros sacerdotes para que le ayudaran. La gente los llamaba «oratoristas» debido a que hacían sonar una campanita para convocar a los fieles al oratorio. La fundación de la Congregación de los Sacerdotes del Oratorio fue hecha algunos años más tarde, cuando Felipe presentó cinco de sus jóvenes seguidores para que fueran ordenados, enviándolos a servir en la iglesia de San Giovanni, que había quedado a su cargo por deseo de sus compatriotas florentinos que vivían en Roma. César Baronius, el futuro cardenal e historiador de la Iglesia, se hallaba entre ellos. Felipe estableció algunas reglas sencillas para esos sacerdotes : debían compartir una mesa común y realizar ejercicios espirituales bajo su dirección, pero no se obligaban por toda la vida ni tampoco era necesario que renunciasen a sus propiedades personales. La organización se desarrolló con gran rapidez, aunque halló oposición en ciertos sectores. En 1575, la Congregación recibió la aprobación formal del Papa Gregorio XIII, el cual les hizo donación más tarde de la antigua iglesia de Santa María in Vellicella. El edificio amenazaba ruina y era demasiado pequeño. Felipe no tardó en decidir que fuera demolido y vuelto a edificar en mucha mayor escala.
No poseía dinero, pero las contribuciones de sus amigos, ricos y pobres, llovieron para aquel propósito. El Papa Gregorio y Carlos Borromeo ayudaron generosamente, al igual que otras personas prominentes. Los cardenales y príncipes se hallaban ahora entre los discípulos de Felipe, si bien, en ocasiones, éste los ofendía con su impulsividad. Su deseo seguía siendo el de establecer lazos más fuertes y humanos entre la gente, aunque ello significara en ocasiones la indulgencia hacia un concurso de bebedores de vino, o hacia las chanzas y otras cosas poco dignas. Actuaba jocosamente, muchas veces para ocultar su profunda emoción o para ponerse al mismo nivel de los que le rodeaban. La humildad era la virtud que más se esforzaba en practicar; pero como era natural, no podía ocultar sus dones de santidad naturales. Más de una vez predijo acontecimientos que luego sucedieron y vivió en tal estado de exaltación espiritual que, en ocasiones, le era difícil llevar a cabo su tarea diaria. La gente aseguraba que su rostro solía resplandecer con brillo celestial.
En el mes de abril de 1577 las obras de la Nuova Chiesa, o Iglesia Nueva, estaban lo suficientemente adelantadas para permitir el traslado a ella de la Congregación del Oratorio.* Felipe permaneció en San Girolamo durante siete años más antes de que se trasladara a la Nueva Iglesia. Aunque comía aparte de los demás, estaba muy lejos de llevar vida de solitario. No solamente sus hijos espirituales tenían libre acceso a él, sino que su cuarto siempre estaba lleno de visitantes. Ricos y pobres subían las escaleras que conducían hasta su refugio en la parte alta de la casa, cuyo balcón dominaba los techos de Roma. El pueblo italiano le quería y veneraba y muchos eran los que llegaban de otros países para poder hablar con él.
Y así continuó su apostolado cuando los achaques de la edad le apartaron de la vida activa. Muy a menudo el Colegio de Cardenales pidió su consejo y, aunque él procuró evitar el verse envuelto en asuntos de política, rompió esa actitud cuando persuadió al Papa Clemente VII que retirara la excomunión y anatema que había lanzado contra el rey Enrique IV de Francia.
Según las palabras de uno de sus biógrafos, «fue todo para todos los hombres... Cuando se requería que fuera alegre, se mostraba de ese modo; si se pedía su simpatía, la daba prontamente...» Y como consecuencia de su manera de ser tan accesible y deseosa de recibir a todos los visitantes, fueron muchos los que iban a verle cada día y algunos siguieron haciéndolo durante treinta o cuarenta años, visitándolo tanto en la mañana como en la tarde, de modo que su habitación ganó el agradable apodo de «Hogar del regocijo cristiano». La tradición de este santo genial todavía seguía viva doscientos años después, cuando el poeta alemán Goethe vivía en Roma. Tanto oyó hablar de Felipe Neri que estudió su vida y escribió un ensayo acerca de él llamado El santo placentero.
Dos años antes de su muerte, Neri se retiró de su cargo de superior dejándolo en manos de su discípulo César Baronius. Obtuvo el permiso del Papa para celebrar misa diariamente en un pequeño oratorio que estaba junto a su habitación. En esas ocasiones quedaba tan absorto que se hizo costumbre de los que asistían retirarse en el Agntts Dei. El día de Corpus Christi, 25 de mayo de 1595, Felipe estaba radiante y su médico le aseguró que hacía diez años que no tenía aquel aspecto. "t".rnicamente él mismo fue quien se dio cuenta de que había llegado su hora. Durante todo el día escuchó confesiones recibió visitas como de costumbre, pero antes de retirarse dijo : «Por último, debemos morir.» Hacia medianoche tuvo una hemorragia grave y los padres de la casa acudieron junto a su lecho. Estaba agonizando y Baronius leyó las oraciones y luego le suplicó que dijera unas palabras de adiós o, al menos, que bendijese a sus hijos una vez más. Incapaz de hablar, Felipe levantó su mano y expiró mientras bendecía a los presentes. Había alcanzado la edad de ochenta años y su tarea estaba realizada. Su cuerpo descansa en la Iglesia Nueva, la cual todavía es servida por los oratoristas.' Fue beatificado seis años después y el Papa Gregorio XV lo canonizó en 1622. Ya antes de morir había recibido el título de «Apóstol de Roma».
Uno de los miembros más famosos de la orden Oratoriana, el cardenal Newman,4 ha escrito acerca de Neri, unos trescientos años después de su muerte : «Para él la idea de su misión no era la propagación de la fe, ni la exposición de la doctrina, ni las escuelas de catecismo; todo lo que era exacto y sistemático le desagradaba; apartó de sí mismo las reglas monásticas y la palabra autoritaria del mismo modo que David apartó la armadura de su rey... Llegó a la Ciudad Eterna y allí se estableció, y su hogar y su familia fueron creciendo en torno suyo mediante aumento espontáneo. No buscaba conveniencia propia al acercarlos a él. Se sentaba en su pequeña habitación y ellos, con sus alegres y mundanos vestidos, los ricos y bien nacidos, así como los simples e iletrados, se reunían allí. En el caluroso verano o en los días helados del invierno, él seguía en aquella pequeña y estrecha celda de San Girolamo, leyendo en los corazones de aquéllos que iban a él, y curando sus almas con el solo contacto de su mano... Y los que acudían quedaban mirando y escuchando hasta que, al fin, uno después de otro se despojaban de su magnificencia y adoptaban su pobre sotana y su cinturón, o bien, si seguían con ella, era para usar un cilicio bajo sus ropas o para seguir una regla de vida, aunque para el resto del mundo siguieran siendo como antes.»
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