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San Francisco de Asís

San Francisco de Asís
autor Guido Reni año 1606 / 1607 título San Francesco confortato da angelo musicante
nombre: San Francisco de Asís
título: Patrono de Italia
recurrencia: 04 de octubre




Sabemos más acerca de San Francisco que acerca de ningún otro de los santos medievales. No solamente tenemos sus propias palabras, su Regla, Testamento, cartas, poemas y escritos litúrgicos, sino también los relatos de varios de sus discípulos, escrito en el lapso de los veinte años que siguieron a su muerte. Estas primeras biografías, escritas por los hermanos Tomás de Celano, Leo, Angelo y Rufino, fueron en seguida cotejadas y ampliadas por otros frailes que deseaban ha cer hincapié sobre una u otra frase de la obra y enseñanza de Francisco. De tan considerable cantidad de material auténtico surge un vívido retrato de aquel hombre. San Francisco es un santo a quien tanto los católicos como los no católicos reverencian. Verdaderamente nadie como él ha conmovido a los protestantes e, incluso, a los que no son cristianos. Y su atracción está fuera del tiempo : Francisco atrajo la atención de sus contemporáneos como sigue atrayendo la de los hombres de nuestro días por su insólita sencillez y su purísima gracia de espíritu. Una clásica colección de leyendas populares, Las florecillas de San Francisco, editada por vez primera en el año 1476, contiene anécdotas encantadoras y bellísimas que nos hablan del amor que Francisco sentía por los pobres, los animales y la naturaleza entera. En la acción era un hombre original; en su hablar, pintoresco y poético, y un hombre, además, inspirado por la fe y la devoción hacia el Cristo resucitado.

Francisco nació en la ciudad de Asís, en Umbría, que se alza sobre una pedregosa colina, y la fecha de su nacimiento oscila entre el año 1181 o el 1182. Su padre, Pedro Bernadone, era un mercader acaudalado. Su madre, Pica, dícese en algunos relatos que era de noble ascendencia provenzal. La mayor parte del comercio que Bernadone mantenía era con Francia, y su hijo nació mientras él se hallaba ausente en aquel país. Quizás ese fue el motivo de que al niño se le llamara «Francesco», el francés, a pesar de que su nombre de pila fuera Juan. De joven fue vehemente en sus diversiones y parecía dejarse llevar por la mera alegría de vivir, sin tomar ningún interés en los asunto:, de su padre o en cualquier aprendizaje. Bernardone, con el orgullo de que su hijo fuera siempre bien vestido y pudiera asociarse con los jóvenes nobles, le daba siempre bastante dinero, que Francisco gastaba sin preocupación. Aunque Francisco era un hombre alegre no cayó, sin embargo, en una vida disoluta. Eran aquellos tiempos de caballería y Francisco se conmovía al escuchar los cantos de los trovadores y las hazañas de los caballeros. Más o menos a los veinte años de edad, durante una infortunada guerra entre las ciudades de Asís y de Perugia, fue hecho prisionero. Sufrió un año de cautiverio durante el cual conservó su alegría y mantuvo el ánimo de sus compañeros. Poco después de ser libertado pasó una larga enfermedad, que sobrellevó con paciencia.

Cuando se restableció, Francisco se unió a las tropas de un caballero de Asís el cual pensaba cabalgar hacia el sur para pelear bajo Walter de Brienne en favor del Papa y en contra de los alemanes. Habiéndose equipado con una magnífica armadura y adornos suntuosos, se puso en marcha. Durante el viaje topó con un caballero tan pobremente vestido que le conmovió y le impulsó a cambiar de vestido con él. Esa noche soñó que la casa de su padre se transformaba en un castillo de cuyos muros pendían estandartes que llevaban el signo de la cruz y oyó una voz que le decía que el estandarte pertenecía a Francisco y a sus soldados. Seguro de que ganaría gloria como caballero, volvió a ponerse en marcha, pero ese mismo día cayó enfermo. Mientra yacía desamparado, una voz le dijo que regresara y que «sirviera al Señor en vez de al hombre». Francisco obedeció. De vuelta a su ciudad, Francisco pasó muchas horas vagando por el campo en completa soledad, sintiendo preocupación por aquella vida suya gastada en cosas triviales y transitorias. Fue un período de crisis espiritual durante el cual buscó afanosamente algo que valiera la pena de entregarle su devoción completa. Dentro de él sentía crecer una profunda compasión. Un día en que cabalgaba por las llanuras que se extienden a los pies de Asís, topó con un leproso cuyas llagas le llenaron de horror. Sobreponiéndose a su repugnancia, bajó del caballo y puso en la mano del leproso todo el dinero que llevaba encima, luego besó aquella misma mano. Fue aquél un momento decisivo en su vida. Comenzó entonces a visitar hospitales, especialmente las leproserías, que la mayoría de la gente evitaba. En una peregrinación que hizo a Roma vació su bolsa en la tumba de San Pedro y luego se dirigió hacia los miserables pordioseros que estaban a la puerta, dio sus ropas al que le pareció más pobre, vistióse con los harapos que aquél llevara y allí se quedó durante todo el día, pidiendo limosna. Así aquel joven adinerado pudo experimentar en sí mismo la amargura y humillación de la pobreza.

Cierto día, después de su regreso de Roma, mientras rezaba en la pequeña y humilde iglesia de San Damián, fuera de los muros de Asís, sintió que los ojos del Cristo crucificado le miraban y oyó una voz que por tres veces le decía : «Francisco, ve y repara Mi casa, pues, como ves, está cayéndose.» En efecto, observó que el edificio era viejo y a punto de derrumbarse. Seguro ya de haber encontrado el camino recto, Francisco regresó a su casa y con la sencillez de espíritu que le caracterizaba, cargó un caballo con un montón de ropa que tomó del almacén de su padre, y la vendió, junto con el caballo, en el mercado de la vecina ciudad de Foligno. Entonces llevó el dinero obtenido al pobre sacerdote de la iglesia de San Damián y le preguntó si podía quedarse allí. Aunque el sacerdote aceptó la compañía de Francisco, negóse a aceptar el dinero, el cual Francisco dejó en el alféizar de una ventana. Bernadone, furioso ante aquella acción de su hijo, fue a San Damián para hacerle regresar a la casa, pero Francisco se había escondido y no pudieron hallarlo.

Pasó algunos días orando y luego fue a ver a su padre. Estaba tan delgado y pobremente vestido que los chiquillos de la calle se mofaban de él, llamándole loco. El exasperado Bernadone golpeó a su hijo, encadenó sus pies y lo encerró. Poco después su madre lo puso en libertad y Francisco regresó a la iglesia de San Damián. Hasta allí lo persiguió su padre, lleno de enojo, asegurándole que o bien regresaba al hogar o renunciaba a su parte en la herencia que le correspondería, además de tener que pagar el precio del caballo y de la mercancia que se había llevado. Francisco no hizo objeción alguna a ser desheredado, pero aseguró que el dinero que había obtenido por el caballo y la mercancía pertenecía ahora a Dios y a los pobres. Bernadone lo hizo comparecer para ser juzgado ante Cuido, obispo de Asís, quien oyó el relato y aconsejó al joven que devolviera el dinero y confiara en Dios. «Él no quiere que Su iglesia se aproveche de bienes que han sido adquiridos injustamente», le dijo. Francisco no solamente devolvió el dinero, sino que hizo más aun. «También mis vestidos son suyos», dijo mientras se los quitaba. «Hasta aquí he llamado padre a Pedro Bernadone..., de ahora en adelante diré únicamente Padre Nuestro, que estás en los Cielos.» Bernadone aban? donó el tribunal afligido y lleno de ira mientras que el obispo cubría al joven con su propia capa hasta que una camisa de un jardinero pudo cubrirle. Francisco marcó con tiza una cruz sobre el hombro de la prenda y se la puso.

Desde entonces se separó por completo de su familia y comenzó 'una vida nueva y extraña. Vagó por los caminos cantando alabanzas a Dios. En un bosque, unos ladrones lo detuvieron, y le preguntaron quién era. Al oír que él les contestaba orgullosamente : «Soy el heraldo del Gran Rey», se burlaron y lo arrojaron dentro de un foso. Pudo salir de allí y continuó su camino cantando. En un monasterio, Francisco obtuvo limosna y un trabajo que debía realizar como pobre viajero. Luego se dirigió hacia la ciudad de Gubbio, en donde un amigo lo reconoció, y lo llevó a su casa dándole un vestido limpio, así como un cinturón y un par de zapatos. Éstos fueron los que llevó durante dos años, mientras anduvo por todo el país. Cuando regresó a San Damián, el sacerdote le dio la bienvenida y Francisco se dedicó entonces a reparar la pequeña iglesia febrilmente, rogando por las calles de Asís que le dieran piedras para la construcción y transportándolas él mismo. Trabajó con los albañiles en la construcción que aún hoy existe y en la primavera del año 1208 la iglesia volvió a estar en buen estado. Luego se dedicó a la reparación de una vieja capilla dedicada a San Pedro. Ya por entonces, muchas personas, admiradas por su sinceridad y entusiasmo, deseaban contribuir a aquel trabajo. Francisco se sintió atraído en seguida por una capilla diminuta conocida como Santa María de Porciúncula, que pertenecía a un monasterio benedictina del Monte Subasio. Se alzaba en el llano boscoso, a unas dos millas de Asís, olvidada y en ruinas. Francisco la reconstruyó como había hecho con las demás y se cree que pensó entonces en pasar en ella el resto de sus días, haciendo vida de ermitaño, en paz y soledad. Pero el día de la fiesta de San Matías, en el año 1209, le fue revelado el camino que debía seguir. El evangelio de la misa, ese día, era Mat. X, 719 : «Y yendo, predicad diciendo : El reino de los cielos se ha acercado... de gracia recibisteis, dad de gracia. No aprestéis oro, ni plata. ni cobre en vuestras bolsas... ni dos ropas de vestir, ni zapatos, ni bordón... He aquí, yo os envío como ovejas en medio de lobos...» Estas palabras cobraron un sentido para Francisco de encargo directo de Dios. Habiendo desechado toda duda, dejó a un lado los zapatos, el bordón y el cinturón de cuero, conservando su vestido de burda luna, que ciñó a su cintura con un cordón. Ese era el hábito que sus frailes tendrían al año siguiente. De tal guisa fue hasta Asís, al día siguiente, y con conmovedora dulzura y sinceridad comenzó a hablar a la gente que encontraba acerca de la poca duración de la vida, la necesidad de arrepentirse y el amor a Dios. El saludo que dirigía a cuantos pasaban a su lado era : «¡ Que el Señor te dé paz!»

Uno de sus primeros discípulos fue Bernardo de Quintavalle, rico y prudente mercader de la ciudad, quien invitó a Francisco a permanecer en su casa. Por las noches sostenían largas conversaciones y no podía haber duda de la apasionada dedicación de Francisco. Bernardo no tardó en hacer saber a Francisco que pensaba vender todos sus bienes para dar lo que obtuviera a los pobres y poder juntarse a él. Poco después de esto, un canónigo de la catedral, llamado Pedro de Cataneo, les rogó que lo dejaran ír con ellos. Los tres hombres fueron hasta la capilla de Porciúncula, en donde el 16 de abril Francisco «dio su hábito» a estos dos campañeros y ellos mismos construyeron humildes cabañas. El hermano Giles, hombre de gran bondad de carácter y pureza de espíritu, fue el próximo que se reunió con ellos y muchos debían seguir el mismo camino.

Durante un año Francisco y sus ahora numerosos compañeros predicaron entre los campesinos ayudándoles al mismo tiempo en sus faenas. Se estableció entonces una regla breve que no ha llegado hasta nosotros. Aparentemente consistía en muy poco más de lo contenido en aquellos pasajes del Evangelio que Francisco había leído a sus primeros seguidores, junto con breves consejos acerca del trabajo manual, sencillez y pobreza. En el verano del año 1210 él y algunos otros llegaron hasta Roma para obtener la aprobación del Papa. Inocencio III, el gran dirigente de la Europa católica, les escuchó, pero tuvo dudas. La mayoría de los cardenales a quienes consultó pensaban que las órdenes ya existentes debían ser reformadas antes de que su número aumentara y que la regla propuesta para la nueva organización, aunque tomada de los propios mandamientos del Cristo, era impracticable. El cardenal Juan Colonna, quien defendía la causa de Francisco, fue delegado para examinarlo en lo que a su ortodoxia hacía referencia, mientras Inocencio consideraba el asunto. Más tarde el Papa soñó que Francisco apoyaba la Iglesia de Letrán con sus propios hombros. Cinco años después soñaría a Domingo en la misma posición. Requiriendo la presencia de Francisco y de sus compañeros aprobó oralmente su misión de predicar penitencia, exigiendo únicamente que obtuvieran siempre el permiso del obispo local; debían igualmente escoger un director con quien pudieran comunicar las autoridades eclesiásticas. Francisco fue elegido el jefe, y el cardenal Colonna le dio la tonsura de los monjes.

Francisco y su pequeño grupo regresaron a Umbría llenos de alegría. Un albergue temporal fue fundado cerca del Monte Subasio y desde allí salieron en todas direcciones, predicando el arrepentimiento y las bendiciones de hacer la voluntad de Dios. La catedral de Asís era la única iglesia lo suficientemente grande para dar cabida a las multitudes que se apretujaban para oírles, especialmente después de que se supo que habían obtenido la aprobación papal. Pronto el abad del monasterio benedictino les otorgó a perpetuidad su amada capilla de Porciúncula así como el terreno alrededor de ella. Francisco aceptó solamente el uso de la propiedad. El espíritu de santa pobreza debía gobernar su orden si querían ser verdaderos discípulos de Aquél que no tenía ni siquiera donde reposar Su cabeza. Al hacer ese trato los frailes dieron en enviar a los benedictinos anualmente una cesta de peces cogidos en el cercano río. A cambio de ello, los monjes daban a los frailes una barrica de aceite. Este cambio anual de dones existe todavía entre los benedictinos de San Pedro de Asís y los franciscanos de Porciúncula. En los terrenos que rodeaban la capilla, los frailes no tardaron en construir algunas cabañas de madera y arcilla, circundándolas por una tapia. Fue ése el primer monasterio franciscano.

Puesto que el cuerpo había sido hecho para cargar fardos, comer poco y mal y ser golpeado cuando era perezoso o se obstinaba, Francisco lo llamaba el Hermano Asno. Cuando, al principio de esa nueva vida, se sentía presa de tentaciones violentas, se arrojaba desnudo en una fosa de nieve. Tentado de nuevo, al igual que Benito, se lanzó en medio de ortigas y espinos hasta quedar molido y ensangrentado. Pero antes de morir pidió perdón a su cuerpo por haberlo tratado tan cruelmente; por esa época ya Francisco consideraba equivocada la austeridad excesiva, especialmente si hacía disminuir el trabajo. No gustaba de ninguna excentricidad. Cierta vez en la que le fue referido que uno de los frailes amaba tanto el silencio que sólo quería confesarse mediante signos, comentó : «Ése no es el espíritu de Dios, sino el del diablo; una tentación en vez de una virtud.»

Francisco amaba profundamente todos los fenómenos de la naturaleza, el sol, la luna, el viento, el agua, el fuego, las flores, y su simpatías iban en seguida dirigidas a todo lo viviente. Su ternura por los animales y el poder que sobre ellos ejercía fueron notados una y otra vez. De sus compañeros sabemos la historia de su reproche a las ruidosas golondrinas que turbaban su predicación en Alviano : «Pequeñas hermanas golondrinas, ahora me toca a mí el turno de hablar, ya habéis hablado bastante por esta vez.» Sabemos también de los pájaros que se posaban alrededor suyo cuando él les decía que cantaran alabanzas a su Creador y del conejo que no quiso abandonarlo cerca del lago Trasimeno y del lobo domesticado de Gubbio, incidentes todos ellos que han inspirado a innumerables artistas y narradores.

Los primeros años fueron una época de entrenamiento en la pobreza, ayuda mutua y amor fraternal. Los frailes trabajaban en las diversas labores y en los campos de los granjeros vecinos, en donde ganaban su pan. Cuando había escasez de trabajo pedían limosna, aunque les estaba prohibido recibir dinero. Estaban especialmente dedicados al servicio de los leprosos y de aquéllos que se encontraban desamparados y dolientes. Entre los recién llegados que acudían se hallaban los «Tres compañeros», Angelo, Leo y Rufmo, quienes, andando el tiempo, escribirían acerca de su amado director; también el llamado «bufón del Señor», hermano Junípero, de quien Francisco dijo: «Me gustaría tener un montón de tales juníperos.» Era él quien, mientras una multitud se impacientaba por verlo en Roma, fue hallado jugando al columpio con unos chiquillos en las afueras de la ciudad.

En la primavera del año 1212 una joven de dieciocho años llamada Clara,' natural de Asís, oyó a Francisco predicar en la catedral y dejó el castillo de su padre para hacer el voto de pobreza y convertirse en su discípula. Los monjes de Monte Subasio volvieron a prestar ayuda a Francisco al proporcionarle un lugar en donde Clara y sus primeras seguidoras pudieron alojarse. A ellas les fue dada la misma regla que tenían los hermanos. En el otoño del mismo año Francisco decidió ir como cruzado de paz a tierras musulmanas, en Oriente. En unión de un compañero se embarcó para Siria, pero el barco naufragó cerca de la costa de Dalmacia. No teniendo dinero para embarcar de regreso, marcharon a pie hasta Ancona. Al otro año Francisco predicó por toda Italia central. En 1214 volvió a intentar el viaje hasta tierras musulmanas, esta vez por tierra, a través de España. Tenía tanta ansiedad por llegar que su compañero apenas lograba mantener el mismo paso durante el camino. Pero nuevamente Francisco fue decepcionado, pues en España enfermó y tuvo que regresar a Italia.

Entonces, ya restablecido, asumió la dirección de la orden y decidió sus jiras de predicación. A la orden le dio el nombre de Frailes Menores, los pequeños hermanos, para expresar su deseo de que nunca alcanzaran una posición por .encima de los demás. Por entonces muchas ciudades deseaban tener en su seno a aquellos frailes, como negociadores de paz en perío dos de luchas civiles, y pronto pequeñas comunidades se e; parcieron por Umbría, Toscana y Lombardía. En 1215, Frar cisco fue a Roma para asistir al Gran Concilio de Letrán, a que también asistió el futuro Santo Domingo, quien había cc menzado su labor misionera en Languedoc mientras Francisca era aún joven.

En Pentecostés de 1217 se reunió el cabildo general de lo; frailes menores en Asís. Ahora eran tan numerosos y tan am pliamente esparcidos que se hacía necesaria una organizaciór más sistemática. Italia fue dividida en provincias, cada una de ellas a cargo de un ministro provincial responsable. «Si alguien se perdiera por culpa y mal ejemplo del ministro, éste tendrá que dar cuentas ante Nuestro Señor Jesucristo.» Se enviaron misiones a España, Alemania y Hungría y el propio Francisco hizo planes para ir a Francia, de la que tanto oyera hablar a su padre durante su infancia. Fue disuadido por el cardenal Ugolino, quien, después de que muriera el cardenal Juan Colonna, empezó a servir de consejero del nuevo convento. En su lugar envió al hermano Pacífico y al hermano Agnello. Este último debía establecer la orden en Inglaterra.

Aunque Francisco seguía dirigiendo, quedaba supeditado algunas veces al cardenal Ugolino. El prudente cardenal presidió el cabildo general del año 1219, llamado «el cabildo de las esteras» en razón de las chozas de estera y paja que rápidamente fueron levantadas para cobijar a los cinco mil frailes presentes. Los hermanos más versados tenían cierta actitud crítica ante el libre y azaroso espíritu de su fundador, el cual, decían, era imprudente e ingenuo. Deseaban mayor seguridad material y una regla más elaborada, similar a la de las otras órdenes. Francisco defendió su posición con espíritu: «Hermanos míos, el Señor me llamó por el camino de la sencillez y la humildad, y ése es el camino que Él me ha señalado a mí y a los que quieran creer y seguirme... El Señor me dijo que debía ser pobre y simple en este mundo..., Dios os confundirá mediante vuestra propia sabiduría y conocimientos, y por todas vuestras culpas os hará arrepentir, lo queráis o no.»

Después de este cabildo, Francisco envió algunos de los frailes en misiones a los infieles de Túnez, Marruecos y España, mientras él mismo emprendía una cerca de los sarracenos en Egipto y Siria, embarcándose con once hermanos en Ancona en el mes de junio de 1219. En la ciudad de Damietta, en el delta del Nilo, que los cruzados sitiaban, Francisco quedó pasmado ante la disolución, cinismo y falta de disciplina de los soldados de la cruz. Cuando en el mes de agosto los jefes se aprestaron al ataque, él les predijo el fracaso y trató de disuadirlos de la empresa. Los cristianos tuvieron que retirarse ante el empuje de seis mil hombres, pero aun así continuaron el sitio, y por fin tomaron la ciudad. Mientras tanto, buen número de soldados se empeñaron en seguir según la regla de Francisco. Éste visitó en varias ocasiones al jefe sarraceno, MelekelKamil, sultán de Egipto. Una historia cuenta que la primera vez se dirigió hacia el enemigo acompañado solamente del hermano Illuminato y clamando en voz alta: « ¡Sultán! ¡ Sultán!» Cuando fue llevado ante el sultán y le preguntaron su propósito replicó sencillamente : «Soy enviado de Dios Todopoderoso para mostrarte a ti y a tu pueblo el camino de salvación, anunciándoos las verdades del Evangelio.» Siguió una discusión y otras audiencias. El sultán, algo impresionado, invitó a Francisco para que se quedara a su lado. «Si tú y tu pueblo ?le replicó Francisco? aceptáis la palabra de Dios, me quedaré gozosamente entre vosotros. Pero si aún dudáis entre Cristo y Mahoma, ordenad que enciendan una hoguera y me arrojaré a ella con vuestros sacerdotes para que podáis ver cuál es la verdadera fe.» El sultán le contestó que no creía que ninguno de sus imanes se atreviera a entrar en la hoguera, y no quiso aceptar la condición de Francisco por temor a sabresaltar al pueblo. Le ofreció muchos presentes que Francisco no quiso aceptar. Temiendo, por último, que algunos musulmanes acabaran por aceptar el cristianismo, el sultán envió a Francisco nuevamente a su campo, bajo custodia.

Asqueado por las matanzas brutales y la crueldad que marcaron la toma de la ciudad, Francisco marchó a visitar los Santos Lugares de Palestina. Cuando volvió a Italia encontró que, durante su ausencia, sus vicarios Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles habían reunido un cabildo general e introducido ciertas innovaciones que tendían a llevar a los franciscanos más cerca de las otras órdenes, confinándolos dentro de un marco más rígido. En varios de los conventos para mujeres el cardenal Ugolino había impuesto constituciones regulares, tomadas del modelo benedictino. En Bolonia, Francisco halló a sus hermanos albergados en un magnífico monasterio nuevo. Se negó a entrar en él y se alojó con los frailes predicadores dominicos. Mandando llamar a su ministro provincial le reconvino y ordenó a los frailes que abandonasen el convento. Sentía que su idea fundamental estaba siendo traicionada y fue para él una tremenda crisis que acabó con la aceptación de Francisco de algunas medidas de cambio. Ugolino le convenció de que era él mismo, y no la orden, quien era dueño del nuevo edificio, así como de que la supervisión y organización sistemáticas eran necesarias para una organización tan esparcida. La profunda humildad de Francisco hizo que estuviera siempre dispuesto a acusarse por todo lo que no iba bien. No perdió la fe en el modo de vida que Cristo le había mostrado, pero se hizo menos optimista. Por última acudió ante el Papa Honorio III y pidió que el cardenal fuera nombrado protector oficial y consejero de la orden. Durante el cabildo de 1220 renunció a su puesto de ministro general. En mayo de 1221 ofreció su esquema de una regla revisada, documento largo y confuso que contenía un nuevo requerimiento: un año de noviciado antes de que un candidato pudiera ser admitido. Había allí largos trozos del Nuevo Testamento y llamados apasionados a los hermanos para que conservaran la antigua vida de pobreza y amor. Los juristas de la orden, aquéllos que sabían de los problemas de administración y los ministros provinciales deseaban algo más preciso, una regla que pudiera ser comprendida fácilmente y seguida en cualquier parte del mundo por hombres que nunca hubieran visto a Francisco, pero que también mantendría a los franciscanos sin disensiones de los usos establecidos de la Iglesia histórica.

En una ocasión, dcrante los dos años que siguieron, Francisco huyó para encontrar la soledad en una montaña cerca de Rieti, y allí trabajó sólo en la regla. Entregó el resultado final al hermano Elías de Cortona, entonces ministro general, pero la copia fue perdida y Francisco dictó pacientemente su contenido al hermano Leo. En la forma en que al final fue presentada al cabildo general de 1223 y aprobada solemnemente por el Papa Honorio ha quedado desde entonces. Las palabras de Cristo, que constituyeron prácticamente el todo de la regla original de 1210, fueron omitidas. Es explícita en gran número de puntos que en 1210 habían sido dejados sin definir ?métodos de administración, épocas de ayuno, gobierno mediante ministros y cabildos generales a cada trienio, requerimientos para predicación, obediencia a los superiores : a la cabeza de todos se hallaba un cardenal nombrado por el Papa?. La primitiva sencillez había desaparecido, aunque una y otra vez el fervor del idealismo franciscano asomaba a través del sobrio texto. Los hermanos siguieron sin poder recibir dinero, debían trabajar tanto como les fuera posible, no poseer casa «u otra cosa». No debían avergonzarse de mendigar, pues «eI Señor se hizo a Sí mismo pobre por nosotros, en este mundo». No deben turbarse por tenerse que educar hermanos sin instrucción, sino tratar de conseguir corazones puros, humildad y paciencia. Sin embargo, el contraste entre la antigua regla y la nueva afligió a algunos de los miembros. No obstante, parecía cierto que tan gran institución no podía gobernarse sin un sistema de control uniforme, a menos que los hermanos vagaran a su gusto por el mundo, sin iglesias de su propiedad en donde pudieran predicar regularmente y sin casa donde bien. No perdió la fe en el modo de vida que Cristo le había mostrado, pero se hizo menos optimista. Por última acudió ante el Papa Honorio III y pidió que el cardenal fuera nombrado protector oficial y consejero de la orden. Durante el cabildo de 1220 renunció a su puesto de ministro general. En mayo de 1221 ofreció su esquema de una regla revisada, documento largo y confuso que contenía un nuevo requerimiento: un año de noviciado antes de que un candidato pudiera ser admitido. Había allí largos trozos del Nuevo Testamento y llamados apasionados a los hermanos para que conservaran la antigua vida de pobreza y amor. Los juristas de la orden, aquéllos que sabían de los problemas de administración y los ministros provinciales deseaban algo más preciso, una regla que pudiera ser comprendida fácilmente y seguida en cualquier parte del mundo por hombres que nunca hubieran visto a Francisco, pero que también mantendría a los franciscanos sin disensiones de los usos establecidos de la Iglesia histórica.

En una ocasión, dcrante los dos años que siguieron, Francisco huyó para encontrar la soledad en una montaña cerca de Rieti, y allí trabajó sólo en la regla. Entregó el resultado final al hermano Elías de Cortona, entonces ministro general, pero la copia fue perdida y Francisco dictó pacientemente su contenido al hermano Leo. En la forma en que al final fue presentada al cabildo general de 1223 y aprobada solemnemente por el Papa Honorio ha quedado desde entonces. Las palabras de Cristo, que constituyeron prácticamente el todo de la regla original de 1210, fueron omitidas. Es explícita en gran número de puntos que en 1210 habían sido dejados sin definir ?métodos de administración, épocas de ayuno, gobierno mediante ministros y cabildos generales a cada trienio, requerimientos para predicación, obediencia a los superiores : a la cabeza de todos se hallaba un cardenal nombrado por el Papa?. La primitiva sencillez había desaparecido, aunque una y otra vez el fervor del idealismo franciscano asomaba a través del sobrio texto. Los hermanos siguieron sin poder recibir dinero, debían trabajar tanto como les fuera posible, no poseer casa «u otra cosa». No debían avergonzarse de mendigar, pues «el Señor se hizo a Sí mismo pobre por nosotros, en este mundo». No deben turbarse por tenerse que educar hermanos sin instrucción, sino tratar de conseguir corazones puros, humildad y paciencia. Sin embargo, el contraste entre la antigua regla y la nueva afligió a algunos de los miembros. No obstante, parecía cierto que tan gran institución no podía gobernarse sin un sistema de control uniforme, a menos que los hermanos vagaran a su gusto por el mundo, sin iglesias de su propiedad en donde pudieran predicar regularmente y sin casa donde pudieran vivir todos juntos. Para el hermano Elías, el capaz y dominador fraile quien, junto con el cardenal Ugolino, se convirtió en la fuerza dirigente, todavía quedaba en la nueva regla mucho del impracticable sueño franciscano y, años más tarde, se negó a vincularse a ella. En 1230, el cardenal, entonces Papa Gregorio IX, promulgó una interpretación oficial de ella.

Algo antes, Francisco y el cardenal habían establecido una regla para la fraternidad de hombres y mujeres laicos que quisieran asociarse con los frailes menores y seguir, lo mejor que pudieran hacerlo, las reglas de humildad, labor, caridad y pobreza voluntaria, sin retirarse del mundo : los terciarios franciscanos u orden tercera de nuestros días? Estas congregaciones de penitentes laicos se convirtieron en una fuerza en la vida religiosa de la Edad Media.

Las Navidades del año 1223 fueron pasadas por Francisco cerca del pueblo de Greccio, en el valle de Rieti, ya débil de mente y de cuerpo. Fue entonces cuando le dijo a su amigo, el caballero Juan de Vellita : «Recordaré al Niño que nació en Belén y, en cierto modo, veré con mis propios ojos los sufrimientos de Su infancia, yaciendo sobre la paja en un pesebre con un buey y un asno junto a Él.» Así que un rudo establo fue preparado en la ermita, con un buey y un asno vivos y un niño yaciendo sobre la paja y todo el pueblo acudió para oír la misa de medianoche y Francisco les leyó la historia del Evangelio y predicó después. Su empleo del «Nacimiento» dio el impulso para su posterior popularidad. Como estaba extremadamente débil tuvo que quedarse en Greccio durante unos meses.

En junio del año 1224. Francisco asistió a su último cabildo en el cual la nueva regla fue establecida y entregada formalmente a los provinciales. En agosto, junto con algunos de los hermanos que más le amaban, se encaminó a través de los bosques apeninos hasta alcanzar la cumbre de Alvernia, lugar de retiro que años antes había sido puesto a su disposición por el señor de Chiusi. Se le construyó una choza con ramas, algo apartada de sus compañeros. El hermano Leo le llevaba alimento diariamente. Por entonces sus temores por el futuro de la orden aumentaron, llegando a un clímax. Y sucedió entonces que en el día de la Cruz, el 14 de septiembre, al alborear después de una noche de oración, tuvo una visión de un serafín alado, clavado a una cruz, que volaba hacia él. En seguida sintió agudos dolores en las manos y 'Pies y en el costado. La visión se desvaneció y Francisco descubrió en su cuerpo los estigmas del Cristo crucificado. Pocos fueron los que vieron esos estigmas en vida de Francisco, a los que Dante llamara «el último sello». Desde entonces mantuvo sus manos cubiertas con las mangas de su hábito y llevó zapatos y medias. A los que vivían junto a él les descubrió lo sucedido y en pocos días compuso el poema Alabanza a Dios Todopoderosa.

Después de celebrar la fiesta de San Miguel el 29 de septiembre, el débil fraile cabalgó montaña abajo a lomo de un caballo prestado y curó a varias personas que acudieron a él. Débil como estaba, insistió en seguir predicando, cabalgando de pueblo en pueblo sobre un burro. Los miembros jóvenes y ambiciosos de la orden, ya en franca competencia con los dominicos y predicadores brillantes y populares en las ciudades, estaban ansiosos de opacarlos también en las escuelas. Francisco se daba cuenta de que el aprendizaje tenía sus ventajas, pero que para realizar su misión especial sus hermanos necesitaban muchas horas para rezar, meditar y otras labores. Temía la educación escolástica prescrita, creyendo que tendía a aumentar las preocupaciones y extinguir la caridad y la piedad. Sobre todo, la Señora Sabiduría era una rival peligrosa para la Señora Pobreza. Pero, no obstante, bajo la presión que se le hizo asintió solamente a consentir en el nombramiento de Antonio de Padua como lector y maestro.

La salud de Francisco empeoraba, los estigmas eran fuentes de dolor continuo y sus ojos se cegaban. En el verano de 1225 el cardenal Ugolino y el vicario general Elías le hicieron consentir en ponerse en manos del médico del Papa, en Rieti. En su viaje hacia esa ciudad se detuvo para visitar por última vez a la abadesa Clara y a las monjas de San Damián. Se quedó allí todo un mes y pareció deprimido por su aparente fracaso en realizar su misión en vida. Durante dos meses perdió la vista, pero por último triunfó del sufrimiento y tristeza y un día, durante un éxtasis, compuso el hermoso y triunfante Cántico del Sol y le puso música. Los hermanos podían cantarlo mientras recorrían el mundo para predicar. Fue a Rieti para sufrir el tratamiento prescrito ?cauterización de la frente con hierro candente y cataplasmas para mantener abierta la herida. Aunque parezca extraño, se alivió un tanto. Durante el invierno predicó algo y dictó una larga carta a sus hermanos, que esperaba fuera leída al comenzar los futuros cabildos generales. Debían amarse unos a otros, amar y seguir a la Señora Pobreza, amar y reverenciar la Eucaristía y amar y honrar al clero. También compuso una carta, todavía más larga, para todos los cristianos, repitiendo su mensaje de amor.

Ansiando volver a su casa, al llegar la primavera fue llevado hacia el Norte, hasta Asís, y alojado en el palacio del obispo, pero tan magnífico alojamiento deprimió a Francisco y rogó que le llevaran a la Porciúncula. Mientras le llevaban por la colina pidió que depositaran las angarillas en el suelo, y volviéndose hacia la ciudad, la bendijo diciéndole adiós. Ya en la Porciúncula fue capaz todavía de dictar su Testamento, defensa final y firme de todo lo que había hecho. Nadie después de él ha tenido que glosar o explicar alguna parte de su regla o de su Testamento, pues los escribió de «modo claro y sencillo», tal como debe comprenderse y practicarse «hasta el fin». Cuatro años más tarde, Ugolino, ya convertido en el Papa Gregorio IX, dio una interpretación oficial de la regla y anunció que los hermanos no estaban obligados a seguir el Testamento.

Cuando su fin se acercaba, Francisco pidió a sus hermanos que mandaran venir de Roma a la señora Giacoma de Settesoli, quien había sido amiga suya, pero antes de que el mensajero se pusiera en camino la dama llegó a su lado. Francisco envió también un último mensaje a Clara y a sus monjas. Mientras los monjes estaban cerca de él cantando el Cántico al Sol con la nueva stanza que escribiera últimamente en loor de la Hermana Muerte, él repitió el salmo ciento cuarenta y uno, «Llamé al Señor con mi voz; con mi voz supliqué al Señor.» Ante sus ruegos fue desprovisto de sus ropas y dejado sobre el suelo para que pudiera morir en los brazos de la Señora Pobreza. Lo volvieron a poner en su camastro y entonces pidió que le trajeran pan, el cual partió y dio un pedacito a cada uno de los presentes como prenda de amor. El Evangelio del Jueves Santo, la historia de la Pasión del Señor, relatada por San Juan, fue leido en voz alta. Y al caer la noche del sábado 3 de octubre del año 1226 murió Francisco.

Había pedido que lo enterrasen en el cementerio para criminales de Colla d'Infierno; pero, al día siguiente, una multitud de conciudadanos llevó su cuerpo hasta la iglesia de San Jorge, en Asís. Allí permaneció dos años,. durante los cuales fue llevado a cabo el profeso de canonización. En 1228 se puso la primera piedra de la hermosa basílica construida en honor de San Francisco, bajo la dirección del hermano Elías. En 1230 su cuerpo fue trasladado en secreto hasta allí, temiendo que los peruginos pudieran enviar gente para robarlo, y lo enterraron a tanta profundidad que hasta 1818, después de una búsqueda de cincuenta y dos días, no pudo descubrirse debajo del altar mayor de la iglesia.

La orden fundada por Francisco se dividió muy pronto en tres ramas, los Hermanos Menores de la Observancia, los cuales siguen la regla de 1223, predican, realizan obras de carl y van por el mundo como misioneros; los Hermanos Meas Conventuales, que viven según la regla posterior, menos el. ta, que permite a la corporación tener propiedades, y los: manos Menores Capuchinos, para quienes la regla de Frasco no es lo bastante ascética y los cuales viven estrictame enclaustrados, bajo un régimen de silencio.

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