El nombre de S. Ireneo está ligado a la multitud de aquellos héroes que con el martirio ilustraron la Iglesia de Lyon. Nacido el año 121 en las cercanías de Esmirna, fue el primer preceptor del ilustre obispo de aquella ciudad S. Policarpo. De este insigne maestro chupó el espíritu apostólico y aprendió la ciencia que lo hizo uno de los más bellos ornamentos de la Iglesia, en aquellos tiempos de lucha y de sangre.
Aún joven, erudito en toda ciencia y dotado de maravillosa facondia, dio un primer asalto a las vituperosas doctrinas de los Gnósticos y Valentinianos que habían corrompido la doctrina de Cristo. Pero el deseo de profundizar en los estudios lo llevó a Roma, donde enseñaban a los más célebres maestros de su tiempo, y fue tal el progreso que hizo en estas escuelas, que al final de los cursos ya podía competir con sus tutores
Se dirigió a las Galias y fijó su morada en Lyon, donde estaba obispo S. Potino. Estos, conocidos los talentos y las virtudes eminentes del joven, lo propuso a las órdenes sagradas y al sacerdocio.
Desde aquel instante el celo del nuevo Levita dejó de medir. Su palabra penetraba en los corazones y conquistaba: caían los ídolos y los templos, y la luz de la verdad iluminaba las mentes de los idólatras que en conjunto pedían el S. Bautismo.
A la predicación san Ireneo añadió numerosísimos escritos, fuentes inagotables de doctrina y de sabiduría. Escritos que, según S. Girolamo, eran una barrera insuperable contra la cual se rompían los esfuerzos y los sofismas de los enemigos de Cristo y de la Iglesia. Algunos de ellos se perdieron, pero muchos se conservaron, entre ellos los cinco libros contra los herejes, que son una de las más bellas analogías de la doctrina cristiana. A este trabajo supo también emparejar una profunda piedad dando los más admirables ejemplos de virtud.
Habiendo sido martirizado el santo obispo Potino, el pueblo lioneso, unánime, elevó a la sede episcopal. S. Ireneo, que se dirigió a Roma para la consagración, llevó al Papa S. Eleuterio una carta redundante del más fuerte apego al Vicario de Jesus Cristo, y volvió a su sede confortado por la bendición del Sumo Pastor. Consciente de la nueva misión que el Señor le había confiado, no se concedió un momento de descanso. Predicó con la palabra, con el ejemplo y con el poder de los milagros. Surgida en aquel tiempo la cuestión sobre la celebración de la Pascua, el Papa Víctor amenazó con excomunión a los obispos de Asia que, sobre este punto, discrepaban de sus hermanos en el episcopado. S. Ireneo intervino con su autoridad y trajo la paz.
Después de todo esto selló bajo Septimio Severo, con la sangre, la fe que había predicado y por la que había sufrido tanto. Benedicto XV extendió su fiesta a toda la Iglesia, rodeándolo del aureola de doctor.
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