Muerto en Montecassino en la segunda mitad del siglo VI.
Durante cinco siglos los benedictinos le honraron como confesor no pontífice, es decir, como un servidor de Dios que no había sido obispo ni mártir. Se sabe por Gregorio el Grande (3 de septiembre) (Diálogos II) que había sido confiado desde la infancia por su padre, patricio romano, a san Benito (11 de julio), y que éste, en Subiaco, le había salvado, un día, de las aguas. Por lo demás, se creía que el discípulo había seguido al maestro a Montecassino y que en un momento determinado había muerto allí en la cama.
Hacia 1100 los benedictinos de Sicilia juzgaron conveniente transformar a Plácido en mártir siciliano. Su compañero Pedro Diácono les ayudó a inventar un relato que describiera su suplicio. Pedro contaba que, tras recibir de su padre un terreno en Mesina, Plácido había abandonado Montecassino para edificar un monasterio y una iglesia. Ya habían llegado de Roma para la fiesta de la dedicación sus dos hermanos y su hermana, cuando una noche, después de maitines, los corsarios paganos invadieron el convento cuando las monjas volvían a sus celdas. Plácido se plantó delante de los piratas junto a sus hermanos, seguidos de los treinta religiosos que formaban la joven comunidad. Después de haberles molido a palos, los piratas les ahumaron para hacerles apostatar pero ninguno renegó de su fe. Plácido, que les alentaba, tenía los labios cortados, la mandíbula rota a martillazos y la lengua arrancada. Después, como a los otros, le cortaron la cabeza.
En agosto de 1588 se descubrieron numerosos esqueletos en Mesina; entre ellos se creyó reconocer los de Plácido y los de sus compañeros, lo que les valió a todos entrar en el martirologio romano. Probablemente los saquen cuando dicho martirologio sea reeditado, salvo a Plácido que volverá a ser confesor no pontífice.
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