Nacido en Montegranaro (Italia) en 1540; muerto en Ascoli el 12 de octubre de 1604.
A los diez años, Félix guardaba los corderos de un campesino de su pueblo, lo cual le aseguraba el alimento y tener tiempo para rezar todo el día. A los quince años trabajó de peón de albañil para un patrón que le pegaba porque quería quitarle el hábito de la oración. Cierto día la dueña de la casa en la que mezclaba la argamasa le dijo: «Pareces triste, mi joven amigo, ¿qué te pasa?». «Lo que me gustaría ?respondió Félix? es ir a vivir al fondo del bosque, donde no tendría otra cosa que hacer que pensar en Dios». La dama prometió recomendarle a los capuchinos de Tolentino, de los que era benefactora.
Los capuchinos se habían apartado recientemente del viejo tronco franciscano para llevar, como en los inicios de la Orden, una vida eremítica (1528). Los de la provincia de Ascoli, que no tenían corderos que cuidar, no necesitaban un peón de albañil analfabeto y de poca salud. Le hicieron esperar, pues, largo tiempo antes de admitirle al noviciado. Incluso después de su admisión (Todi, 1556), no le ahorraron ni desprecios ni burlas.
Sin embargo, el hermano Serafín, como se le llamará en lo sucesivo, no tarda en asombrarles por sus virtudes, sus éxtasis y sus milagros. Él, que no había leído nunca un libro, leía en las conciencias. Quien sólo servía para plantar coles en el jardín, explicaba el Evangelio como si el Espíritu Santo hubiese venido a comentárselo. Cierto día el gobernador de Ascoli lo llevó a la cabecera del cardenal Bandini que se moría devorado por la gangrena y Serafín lo curó con sólo hacer la señal de la Cruz. Aunque favorecido por tantas gracias extraordinarias, fue probado durante largos años con desconsuelos interiores que cesaron en la recta final de su vida. Seis años después de su muerte, el papa Pablo V permitió que encendieran lámparas en su tumba, lo cual presagiaba que un día sería elevado a los altares.
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