buscar un santo:

San Tomás Becket

San Tomás Becket
nombre: San Tomás Becket
título: Obispo y mártir
recurrencia: 29 de diciembre




Hay una leyenda romántica que cuenta que la madre de Tomás Becket era una princesa sarracena que siguió a su padre, peregrino o cruzado, a su regreso de Tierra Santa, y que recorrió Europa repitiendo las únicas palabras que sabía en inglés, «Londres» y «Becket», hasta que logró encontrarlo. No hay bases para esta leyenda. Según un escrito contemporáneo, Tomás Becket fue hijo de Gilberto Becket, sheriff de la ciudad de Londres. Otro escritor cuenta que los padres eran de sangre normanda. Fuera la que fuese su ascendencia, sabemos con certeza que el futuro canciller y arzobispo de Canterbury nació en el día de Santo Tomás, del año 1118, de buena familia y fue educado en una escuela de canon regular en Merton Priory en Sussex, y más tarde en la Universidad de París. Cuando Tomás regresó de Francia, sus padres ya habían muerto. Obligado a abrirse camino sin ayuda, obtuvo un nombramiento como amanuense en el tribunal de justicia del sheriff, en donde demostró gran capacidad. Todos los relatos lo describen como persona corpulenta, de joven espíritu, amante de los deportes del campo, pues parece haber pasado sus horas de ocio en la caza y cetrería. Cierto día en que se hallaba cazando con su halcón, el pájaro se lanzó contra un pato, y viendo que éste buceó para salvar su vida, el ave de presa lo siguió en el agua. El propio Tomás entró en el río para no perder al valioso halcón, y la rápida corriente lo arrastró hasta un molino en donde la rueda, accidentalmente parada, fue causa de que no perdiera la vida. Este episodio muestra el ímpetu que caracterizó a Becket durante toda su vida.

A los veinticuatro años de edad, Tomás obtuvo un puesto en la mansión de Teobaldo, arzobispo de Canterbury, y mientras estuvo allí se resolvió por la carrera eclesiástica, ya que tomó las órdenes menores. Para prepararse mejor obtuvo permiso del arzobispo para estudiar la ley canónica en la Universidad de Bolonia, continuando sus estudios en Auxerre, Francia. A su regreso a Inglaterra se convirtió en preboste de Beverley y canónigo de las catedrales de Lincoln y de San Pablo. Su ordenación como diácono tuvo lugar en 1154. Teobaldo [o nombró archidiácono de Canterbury, el cargo eclesiástico más alto de Inglaterra después de un episcopado o una abadía, y comenzó a confiarle los asuntos más intricados; varias veces fue enviado a Roma con misiones importantes. Fue la diplomacia de Tomás la que logró disuadir al Papa Eugenio III de sancionar la coronación de Eustaquio, hijo mayor de Esteban, y cuando Enrique de Anjou, biznieto de Guillermo el Conquistador, logró realizar su pretensión a la corona inglesa y se convirtió en el rey Enrique II, no tardó en nombrar canciller a tan dotado eclesiástico, cargo que equivalía al de primer ministro. Una antigua crónica describe a Tomás como «delgado, de color pálido, cabello oscuro, larga nariz y rasgos correctos. Era de gozosa continencia, ameno y encantador de conversación, franco de palabra en sus discursos, aunque algo tartamudo, de discernimiento tan claro que siempre lograba que los asuntos difíciles se plantearan sabiamente». Tomás desempeñó sus deberes de canciller conscientemente.

Al igual que el último canciller del reino, Tomás Moro, quien también fue mártir y santo, Tomás Becket era el amigo más íntimo y el más leal servidor de su joven soberano. Se decía que tenían un solo corazón y una sola mente para ambos y parece posible que a la influencia de Becket se hayan debido, en parte, esas reformas por las que Enrique ha sido alabado justamente, principalmente sus medidas encaminadas a asegurar un trato igual para todos sus sujetos mediante un sistema de leyes más uniforme y eficiente. Pero no sólo su interés común en los asuntos de Estado era lo que los vinculaba uno a otro. Eran también buenos compañeros y pasaban muchas horas alegres en mutua compañía. Era quizá el único descanso que Tomás se permitía, pues era hombre ambicioso. Tenía gusto por la magnificencia y su casa era tan buena si no mejor que la del rey. Cuando fue enviado a Francia para negociar un matrimonio real, llevó un séquito personal compuesto de doscientos hombres, con acompañamiento de varios cientos más, caballeros y nobles, clérigos y servidores, ocho carrozas magníficas, músicos y cantantes, halcones y perros de caza, monos v mastines. Así, pues, no es de extrañar que los maravillados franceses : «Si tal es el canciller, ¿cómo será el propio rey?» Sus recepciones, donativos, regalos y su liberalidad para los pobres eran también de una prodigalidad asombrosa.

En 1159, el rey Enrique levantó un ejército de mercenarios en Francia para volver a tomar la provincia de Toulouse, parte de la herencia de su esposa, la famosa Eleonor de Aquitania. Tomás sirvió a Enrique en esta guerra con un ejército de setecientos caballeros de su peculio. Llevando la armadura, como cualquier guerrero, dirigió asaltos y mantuvo combates personales. Otro eclesiático, encontrándolo de esta guisa, le preguntó : «¿Qué significa el ir así vestido? Más parecéis halconero que clérigo. Y, sin embargo, sois un clérigo en persona y ostentáis varios cargos ? archidiácono de Canterbury, deán de Hastings, preboste de Beverley, canónigo de esta y aquella iglesia, procurador del arzobispo y probable futuro arzobispo, según rumores...» Tomás acogió el reproche con buen humor.

Aunque era orgulloso, voluntarioso e irascible, y aunque así siguió siendo durante toda su vida, no olvidó retirarse periódicamente a Merton, en donde seguía la disciplina que allí le imponían. Su confesor durante esos períodos atestiguó su vida privada sin tacha, bajo condiciones de extrema tentación. Si, a veces, fue demasiado lejos en los designios del rey que tendían a infringir los antiguos derechos y prerrogativas de la Iglesia, en otras ocasiones se opuso al rey resueltamente.

En 1161 murió el arzobispo Teobaldo. Entonces el rey se hallaba en Normandía, acompañado por Tomás, a quien decidió nombrar primado de Inglaterra. Cuando Enrique expuso su propósito, Tomás, vacilando, le contestó : «Si Dios permite que yo sea arzobispo de Canterbury, pronto perderé el favor de Vuestra Majestad, y el afecto con el que siempre me ha honrado será trocado en odio. Pues hay varias cosas que ahora hacéis en perjuicio de la Iglesia que me hacen temer que podáis requerir de mí lo que yo no podré otorgar; y personas envidiosas no dejarán perder la ocasión de abrir un abismo entre nosotros.» El rey no prestó atención a esas palabras y mandó obispos y nobles a los monjes de Canterbury, ordenándoles que obraran con el mismo celo para establecer al canciller en el arzobispado que tendrían para colocar la corona sobre la cabeza del joven príncipe. Tomás siguió rehusando aquella promoción hasta que el legado de la Santa Sede, el cardenal Enrique de Pisa, desvaneció sus escrúpulos. La elección se realizó en el mes de mayo del año 1162. El joven príncipe Enrique, entonces en Londres, dio el consentimiento necesario en nombre de su padre. Tomás, que a la sazón contaba cuarenta y cuatro años, marchó a Canterbury y fue primeramente ordenado sacerdote por Walter, obispo de Rochester y luego, en Pentecostés, fue consagrado arzobispo por el obispo de Winchester. Poco después recibió el palio que le envió el Papa Alejandro III.

Desde ese día las grandezas mundanas dejaron de contar en la vida de Tomás. Sobre su piel llevaba una camisa de crin y su vestido diario era una sencilla sotana negra, una sobrepelliz de lino y una estola sacerdotal en torno al Cuello. Vivió ascéticamente, empleó mucho tiempo en la distribución de limosnas y en la lectura y discusión de las Escrituras con Herbert Bosham, visitando el hospital y supervisando los monjes y su trabajo. Tomó especial cuidado de seleccionar los candidatos para las Santas edenes. Como juez eclesiástico fue rigurosamente justo.

Aunque como arzobispo Tomás había renunciado a la cancillería, contra el deseo del rey, las relaciones entre ambos hombres no parecieron cambiar durante algún tiempo. Pero un tropel de disturbios se preparaba, el vértice de los cuales era la relación entre la Iglesia el Estado. En el pasado los propietarios de tierras, entre los que descollaba la propia Iglesia, debían pagar anualmente a de perceptores del rey la suma de dos chelines por cada hide e, tierra que poseían, a cambio de lo cual se les daba protección en contra de la rapacidad de los perceptores de impuestos os, menores. Esto constituía un fraude manifiesto y el reyoreríaenomentonces que el dinero fuera pagado en su propia tes arzobispo protestó y hubo palabras violentas entre él y el rey. Desde entonces las demanda del rey se dirigieron directamente en contra del clero, sin p que se mencionara a los demás pro ietarios rurales que igualmente debían haber sido involucrados.

Sucedió entonces el asunto de p Fe 1'l e de Brois, canónigo acusado de haber asesinado un soldado. Según una ley de antiguo establecida, como clérigo debía juzgarse por un tribunal eclesiástico, cuyo juez, el obispo d de Lincoln, lo absolvió ordenando, no obstante, que pagara cierta indemnización a los deudos del muerto. Un justicia del rey trató entonces de hacerlo comparecer ante su tribunal civil, pe ro no podía juzgársele de nuevo por la misma acusación y el clérigo se lo hizo saber empleando para ello términos insultantes. Por ello Enrique ordenó que fuera juzgado nuevamente, te! tanto por la acusación de asesinato original como por su última villanía. Tomás presionó para obtener que el caso fuera juzgado por su propio tribunal arzobispal; el rey accedió a duras penas y fueron nombrados asesores tanto laicos como clericales. La defensa de Felipe, que alegaba la absolución previa, fue aceptada en lo que hacía referencia al asesinato, pero fue castigado por su desprecio al trit unal real. El rey consideroci ue la sentencia había sido demasiado benévola y no quedó satisfecho. En octubre de 1163 el rey reunió a los obispos de su reino para un concilio en Westminster en el que pidió su aquiescencia para un edicto por el cual, de allí en adelante, el clérigo convicto culpable de crímenes contra la ley civil debía comparecer ante los tribunales civiles para ser castigado. Tomás instó a los obispos para que no asintieran pero, por último, en aquel concilio de Westminster asintieron de mala gana a lo que se llamó las Constituciones de Clarendon, las cuales incorporaban los «usos» reales en asuntos de la Iglesia e incluían algunos puntos adicionales que hacían un total de dieciséis. Era aquél un documento revolucionario : asentaba que ningún prelado podía abandonar el país sin permiso real, lo que serviría para evitar apelaciones ante el Papa; que ningún arrendatario podía ser excomulgado contra la voluntad del rey; que el tribunal real era quien debía decidir qué tribunal debía juzgar a los clérigos acusados de ofensas civiles; que la custodia de los beneficios y rentas de las iglesias vacantes debían ir a parar al rey. Otros puntos eran asimismo dañosos para la autoridad y prestigio de la Iglesia. Los obispos dieron su asentimiento con una reserva, «salvando su orden», lo que equivalía a una negativa.

Tomás estaba lleno de remordimientos por haber sido débil, asentando de tal modo un mal ejemplo para los obispos, pero al mismo tiempo no quería ampliar la brecha que se había abierto entre él y el rey. Hizo un esfuerzo fútil para cruzar el canaly presentar el caso ante el Papa. Por su parte el rey se inclinaba a la venganza por lo que consideraba como deslealtad e ingratitud por parte del arzobispo. Ordenó a Tomás que rindiera ciertos castillos y honores que detentaba por él y comenzó una campaña para desacreditarlo y perseguirlo. Diversas acusaciones de 'mudes y deshonestidad financiera fueron lanzadas en su coi tra, datando de la énoca en que era canciller. El obispo de Winchester hizo la defensa del arzobispo. La defensa no fue permitida. Tomás ofreció pagar voluntariamente con su propio dinero, pero también esto le fue negado.

El asunto se acercaba a su culminación cuando el 13 de octubre de 1164 el rey reunió otro gran concilio en Northampton. Tomás acudió, después de haber celebrado la misa, llevando su báculo de arzobispo en la mano. El conde de Leicester salió con un mensaje del rey: «El rey os ordena rendir cuentas. De no ser así, debéis oír su juicio.» «¿Juicio? ?exclamó Tomás?. Me fue dada la iglesia de Canterbury libre de cuidados temporales. No soy por ello responsable y no me defenderé en lo que a ello respecta. Ni la ley ni la razón permiten que los niños juzguen y condenen a sus padres. Por ello rehuso el juicio del rey, el vuestro y el de cualquiera. Bajo Dios, sólo seré juzgado por el Papa en persona.»

Resuelto a resistir en contra del rey, Tomás abandonó Northampton aquella misma noche y poco después embarcó secretamente para Flandes. Luis VII, rey de Francia, invitó a Tomás para que visitara sus dominios. Mientras tanto, el rey Enrique prohibió que nadie le prestara ayuda. Gilberto, abad de Sempringham, fue acusado de haberle enviado auxilios, y aunque nada había hecho, el abad se negó a jurarlo a causa de que, según decía, hubiera sido una buena acción y no quería decir nada que pudiera hacer que aquello fuera considerado como un acto criminal. Enrique envió en seguida varios obispos para que presentaran el caso ante el Papa Alejandro, el cual se hallaba entonces en Sens. Tomás se presentó igualmente ante el Papa, mostrándole las Constituciones de Clarendon, algunas de las cuales fueron consideradas intolerables por Alejandro y otras imposibles. Incluso reprochó a Tomás por haber considerado posible su aceptación. Al día siguiente Tomás confesó que, aunque sin desearlo, había aceptado el arzobispo de Canterbury mediante una elección algo irregular v poco canónica y también que no había desempeñado el cargo debidamente. Renunció a su cargo, devolvió al Papa el anillo episcopal y se retiró. Después de una deliberación, el Papa lo mandó llamar de nuevo y volvió a instalarlo en el cargo con orden de no abandonarlo, pues hacerlo equivaldría a abandonar la causa de Dios. Entonces recomendó a Tomás al abad cisterciense de Pontigny.

Tomás visitó el hábito de monje y se sometió a la estricta regla del monasterio. En Inglaterra, el rey Enrique se ocupaba en confiscar los bienes de todos los amigos, parientes y servidores del arzobispo, a quienes desterró ordenándoles que se presentaran ante Tomás en Pontigny para que la vista de esos desgraciados le hiciera cambiar de actitud. Tropas de estos exilados llegaron pronto ante la abadía. Fue entonces cuando Enrique notificó a los cistercienses que si continuaban albergando a su enemigo confiscaría todas las casas que de ellos había en sus dominios. Después de esto, el abad insinuó a Tomás que ya no era huésped grato en su abadía. El arzobispo buscó refugio como huésped del rey Luis en la abadía real de San Columba, cerca de Sens.

La histórica disputa se alargó durante tres años. Tomás fue nombrado legado del Papa para toda Inglaterra, con excepción de York, con lo que Tomás pudo excomulgar a varios de sus adversarios; pero, no obstante, en ciertas ocasiones mostró miras conciliadoras hacia el rey. También el rey francés fue arrastrado a la lucha y los dos reyes tuvieron una entrevista en Montmirail. El rey Luis se inclinaba hacia el lado de Tomás. Poco después tuvo lugar la reconcilación entre el rey y Tomás, si bien la demarcación de los poderes no quedó claramente expuesta. Entonces el arzobispo se preparó para regresar a su sede. Al partir, como premonición de su suerte, dijo al obispo de París : «Voy a morir en Inglaterra.» En el primer día de diciembre de 1172 desembarcó en Sandwich y en su viaje hasta Cnterbury fue aclamado por el pueblo, que le daba la bienvenida. Mientras paseaba en procesión triunfal por la ciudad catedralicia, todas las campanas repicaban. Pero a pesar de la demostración pública había una atmósfera de presagios.

En el curso de la reconciliación efectuada en Francia, Enrique había acordado el castigo de Roger, arzobispo de York y de los obispos de Londres y de Salisbury, que habían asistido a la coronación del hijo de Enrique a pesar del derecho, de largo tiempo establecido, que otorgaba al arzobispo de Canterbury esta prerrogativa y desafiando las intrucciones explícitas del propio Papa. Aquello había sido otro intento de disminuir el prestigio del primado. Tomás había enviado, antes de su regreso, las cartas papales que suspendían a Roger y confirmaban la excomunión de los dos obispos involucrados en el asunto. La víspera de su llegada, una diputación le esperaba para pedirle que retirase esas sentencias. Asintió con la condición de que los tres debían jurar obedecer al Papa de allí en adelante. Se negaron a hacer esto y juntos marcharon a reunirse con el rey Enrique, el cual visitaba sus dominios de Francia.

En Canterbury, Tomás fue insultado por cierto Ranulfo de Broc, a quien había pedido la devolución del castillo de Saltwood, mansión que previamente pertenecía al arzobispado. Después de quedar allí durante una semana, Tomás marchó a Londres, en donde el hijo de Enrique, «eI joven rey», se negó a verlo. Regresó a Canterbury en la fecha de su quincuagésimo segundo aniversario. Entretanto los tres obispos habían depositado sus quejas ante el rey en Bur, cerca de Bayeux, donde alguien expresó en alta voz que no habría paz en el reino mientras Becket viviera. Al oír esto el rey, lleno de ira, pronunció algunas palabras que los asistentes tomaron como un reproche que les hacía por permitir que Becket siguiera viviendo y pudiera molestarle. Cuatro de sus caballeros marcharon en seguida a Inglaterra y llegaron a reunirse con la airada familia de Saltwood. Sus nombres eran Reginaldo Fitzurse, Guillermo de Tracy, Hugo de Morville y Ricardo le Bret. El día de San Juan, Tomás recibió una carta que le advertía el peligro, y todo el sudeste de Kent hervía de inquietud. En la tarde del 29 de diciembre los cuatro caballeros llegaron a visitarlo a su palacio. Durante la entrevista hicieron diversas peticiones, entre ellas la de que Tomás suprimiera la censura de los tres obispos. Los caballeros se retiraron murmurando amenazas y juramentos. Pocos minutos más tarde se oyeron gritos más fuertes, ruido de puertas y de armas, y el arzobispo, instado por sus asistentes, comenzó a caminar lentamente por el pasadizo que llevaba a la catedral. Todavía no caía el crepúsculo y estaban cantando las vísperas. En la puerta de la nave transversal norte se encontró con algunos monjes aterrorizados a quienes ordenó que volvieran al coro. Ellos se retiraron un poco y él entró en la iglesia, pero los caballeros fueron vistos tras él, a la luz mortecina. Los monjes cerraron la puerta tras ellos y corrieron los cerrojos. En su confusión dejaron fuera a varios hermanos, los cuales empezaron a Hamar desesperadamente a la puerta. Becket se volvió y excla mó : «I Atrás, cobardes! ¡ Una iglesia no es un castillo!» Él mis mo abrió la puerta y se dirigió hacia el coro acompañado por Roberto de Merton, su anciano maestro y confesor; Guillermo Fitztephen, clérigo de su casa, y un monje llamado Eduardo Grim. Los otros huyeron a la cripta y hacia otros escondites y únicamente quedóse Grim. En ese momento los caballeros entraron exclamando: «¿Dónde está Tomás el traidor?» «¿Dónde está el arzobispo?» «¡Aquí estoy!» ?contestó Tomás?. «¡ Traidor no, sino arzobispo y sacerdote de Dios!» Y bajó las escaleras para permanecer ante los altares de Nuestra Señora y de San Benito. Los caballeros clamaron que absolviera a los obispos y Tomás les respondió con firmeza : «No puedo hacer nada más que lo que he hecho. Reginaldo : vos habéis recibi do favores de mí. ¿Por qué entráis en mi iglesia armados?» Fitzurse hizo un gesto amenazador con su hacha. «Estoy dispuesto a morir ?dijo Tomás?, pero Dios caerá sobre vosotros si hacéis algún daño a mi gente.» Hubo algo de pelea cuando intentaron llevar hacia afuera al arzobispo por la fuerza. Fitzurse enarboló el hacha y sacó la espada. «¡Alcahuete! ¡Me debes lealtad y sumisión!», le gritó el arzobispo. Fitzurse le replicó : « ¡No debo lealtad contraria al rey! », y golpeó la cabeza de Tomás. Este cubrió su rostro y llamó en alta voz a Dios y a los santos. Tracy descargó un tajo que Grim interceptó con su propio brazo, pero que hirió a Tomás en el cráneo, y la sangre corrió por su rostro. Él limpió la sangre como pudo y exclamó : «¡En Tus manos, oh Señor, encomiendo mi espíritu!» Otro golpe de Tracy le hizo caer de rodillos hacia delante, murmurando : «Por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia estoy dispuesto a morir.» Con un tajo vigoroso, Le Bret abrió su cabeza, rompiendo su espada contra el suelo, y Hugo de Horsea añadió un golpe, aunque ya el arzobispo agonizaba. Hugo de Morville estuvo presente, pero no dio ningún golpe. Los asesinos, enarbolando sus espadas, se retiraron por los claustros gritando : «¡ Gente del rey! ¡ Gente del rey!» La catedral estaba colmada de gente enterada de la catástrofe y una tormenta se desataba en el cielo.2 El cuerpo del arzobispo yacía en medio de la nave y durante cierto tiempo nadie osó acercársele. Aquel sacrilegio era visto con horror e indignación. Cuando las nuevas llegaron al rey éste se encerró y ayunó durante cuarenta días, pues sabía que su casual observación era la que había sido causa de que los caballeros se apresuraran a acudir a Inglaterra en busca dé venganza. Más tarde hizo penitencia pública en la catedral de Canterbury y en 1172 obtuvo la absolución de los delegados del Papa.

A los tres años de su muerte, el arzobispo fue canonizado como mártir. Aunque estuvo lejos de no tener faltas, Tomás Becket tuvo el valor suficiente de ofrendar su vida, para defender los antiguos derechos de la Iglesia contra un Estado agresivo. El descubrimiento de su camisa de crin y de otras muestras de austeridad y los muchos milagros que sucedieron en su tumba aumentaron la veneración que se le tenía. La capilla del «santo bendito mártir», como le llamó Chaucer, se hizo famosa en seguida y la vieja carretera romana que iba desde Londres hasta Canterbury fue conocida como «el camino de los peregrinos». Su tumba se adornó magníficamente con joyas, oro y plata para ser despojada más tarde por Enrique VIII. La suerte que corrieron sus reliquias es incierta. Es posible que fueran destruidas como parte de la política de Enrique para subordinar la Iglesia inglesa a la autoridad civil. Recuerdos de este santo han sido guardados en la catedral de Sens. La fiesta de Santo Tomás de Canterbury es guardada por la Iglesia católica romana y en Inglaterra se le considera el protector del clero secular.

Lascia un pensiero su San Tomás Becket

Ti può interessare anche:

- San Jesús Méndez Montoya
Sacerdote y Mártir
Sigue al santo del dia:

Sigue FB TW Pinterest Instagram
Banner Papa Francesco
Muestras los santos del día:
ver santos
Hoy 23 de noviembre es venerado:

San Clemente I Romano
- San Clemente I
Papa y mártir
Fue el tercer sucesor de san Pedro en la silla romana y ordenado por él mismo; siendo obispo de Roma gozó de ilustre fama por sus colaboraciones con...
Otros santos de hoy
Mañana 24 de noviembre es venerado:

Solennità di Cristo Re
- Solemnidad de Jesús Rey
De gran tiempo se ha usado comúnmente llamar a Jesús Cristo con el apelativo de Rey, por su cumbre grado de excelencia, que tiene de modo superior entre...
Otros santos de mañana