Durante el mandato del emperador Decio (248-251), llegó un momento, en Alejandría, en que los paganos podían, impunemente, capturar y matar a los cristianos según les viniera en gana. Las autoridades dejaban hacer o incluso las aprobaban. En cierta ocasión, los vecinos se apoderaron de un anciano llamado Metras y le exigieron que blasfemara. Ante la negativa de Metras lo golpearon, le clavaron toda clase de pinchos en la cara y en los ojos y por último lo condujeron a las afueras de la ciudad donde lo lapidaron para divertirse.
La siguiente elección recayó en otro cristiano, Quinta, a quien llevaron al templo e instaron a que adorara a los ídolos. Quinta se negó con firmeza, por lo que le ataron los pies y lo arrastraron hasta el lugar donde había muerto su compañero. Allí lo apedrearon con el mismo placer.
Apolonia, su tercera víctima, les inspiró otras fantasías. Ella no era ya una mujer joven y formaba parte de un grupo de vírgenes consagradas. Una vez le hubieron destrozado la mandíbula, la amenazaron con arrojarla si no repetía toda una serie de injurias contra Cristo después de ellos. Apolonia se excusó educadamente por no poder darles esa satisfacción y, después, aprovechando un descuido de sus verdugos, se apresuró a tirarse a las llamas.
El relato de estos martirios aparece en una carta de Dionisio, obispo de Alejandría (m. 265), a su amigo Fabián, obispo de Antioquía.
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