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Santa Francisca Javier Cabrini

Santa Francisca Javier Cabrini
nombre: Santa Francisca Javier Cabrini
título: Vírgen
recurrencia: 22 de diciembre




Como santa de nuestros propios tiempos y como la primera ciudadana de los Estados Unidos que ha sido elevada a santa, la Madre Cabrini atrae doblemente nuestro interés. Fundadora de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón y pionera de la obra para el bienestar de los italianos esparcidos por el mundo, a esta monja diminuta se debe el establecimiento de unos setenta orfanatos, escuelas y hospitales distribuidos en unos ocho países, tanto en Europa como en Norte, Centro y Sudamérica. Aún viven alumnos colegas y amigos suyos, quienes recuerdan a la Madre Cabrini vívidamente. Su espíritu continúa inspirando a las monjas que recibieron su entrenamiento de sus propias manos. Como su memoria sigue fresca y las cartas y diarios que escribió han sido cuidadosamente conservados, tenemos más información auténtica, especialmente de sus años de formación, de esta santa que de ningún otro.

Francesca Cabrini nació el 15 de julio de 1850 en el pueblo de San Angelo, en las laderas de Lodi, a unas veinte millas de Milán, en el hermoso y fértil valle de Lombardía. Fue la décimotercera hija de una familia de granjeros. Su padre, Agostino, poseía una propiedad modesta. El hogar en el cual nació era un lugar confortable y atractivo para los niños, con sus viñedos, jardines y animales, pero su calma y seguridad se hallaba en profundo contraste con la confusión de aquellos días. Italia había logrado sacudirse el yugo austríaco y procuraba unificarse. Agostino y su mujer, Estela, eran gente conservadora que no se mezclaba en los movimientos políticos, aunque algunos familiares estaban metidos de lleno en la lucha y uno de ellos, Agostino Depretis, sería más tarde primer ministro. Serenos y piadosos, los Cabrini se dedicaban a su hogar, sus hijos y su Iglesia. La señora Cabrini tenía cincuenta y dos años cuando nació Francisca, y la diminuta niña parecía tan frágil al nacer que fue llevada inmediatamente a bautizar a la Iglesia. Nadie hubiera osado decir entonces que la niña no sólo sobreviviría, sino que alcanzaría una vida de sesenta y siete años, extraordinariamente activos y productivos. Los miembros de la familia y la gente del pueblo recordarían luego que, poco antes de su nacimiento, una bandada de palomas blancas voló dando vueltas sobre la casa, y una de ellas descendió para anidar en las vides que cubrían los muros. El padre cogió al pájaro, lo mostró a los niños y luego lo soltó.

Como la madre tenía tantas cosas de que cuidarse, la hija mayor, Rosa, tomó a su cargo la recién nacida. Hizo de la pequeña Cecchina, como la llamaban, su compañera, llevándola con ella por el pueblo y más adelante la enseñó a tejer y coser, y también le dio instrucción religiosa. Preparándose para su futura carrera como maestra, Rosa tenía tendencia a ser severa. El carácter de su hermanita era todo lo contrario : Cecchina era alegre, sonriente y fácil de enseñar. Agostino tenía la costumbre de leer en alta voz a sus hijos, cuando toda la familia se reunía en la enorme cocina. Muchas veces leía un libro de historias de los misioneros, que prendía la imaginación de la pequeña Cecchina. En sus juegos, sus muñecas se convertían en santas monjas. Cuando fue a visitar a un tío suyo, sacerdote que vivía junto a un rápido canal, hizo pequeños barquitos de papel, los llenó de violetas, a las que llamaba las flores misioneras, y los dejaba ir hacia la India o la China imaginarias. Cierta vez, jugando dé este modo, se cayó al agua, pero fue rescatada y no tuvo mayores consecuencias el accidente.

Cuando cumplió trece años, Francisca fue a una escuela privada que mantenían las Hijas del Sagrado Corazón. Allí permaneció cinco años siguiendo el curso para obtener el grado de maestra. Rosa, por entonces, ya enseñaba desde hacía algunos años. Francisca pasó los exámenes a los dieciocho años, y entonces solicitó el puesto de administradora del convento, con la esperanza de que algún día podría ser enviada como maestra al Oriente. Pero cuando, a causa de su mala salud, su solicitud fue rechazada, decidió dedicarse a una vida de servicio seglar. En su hogar compartía de buen grado las tareas domésticas. En pocos años tuvo la pena de ver morir a sus padres. Una epidemia de viruela cundió entonces por el pueblo v Francisca se dedicó al cuidado de los enfermos. La enfermedad se le contagió; pero Rosa, mucho más cariñosa que antes, la cuidó con tanto esmero que en seguida se restableció sin quedar desfigurada. Su rostro ovalado, con sus grandes y expresivos ojos azules, comenzaba a mostrar la belleza que, andando el tiempo, sería tan admirada.

El cargo de maestra substituta de la escuela de un pueblecillo cercano le fue ofrecido por esos días a Francisca, y agradecida ante esa oportunidad de practicar su profesión, aceptó y aprendió mucho con aquella breve experiencia. Entonces solicitó ser admitida en el convento de las Hijas del Sagrado Corazón y estuvo a punto de ser aceptada, ya que su salud había mejorado notablemente. Pero el rector de la parroquia, el Padre Antonio Serrati, hacía tiempo que observaba el ardiente espíritu de servicio de aquella joven y tenía otros planes para su futuro.

Por ello aconsejó a la madre superiora que la rechazara nuevamente.

El Padre Serrati, que pronto sería Monseñor Serrati, iba a ser el amigo y consejero de Francisca durante toda su vida. Desde el principio tuvo gran confianza en su capacidad, y entonces le encargó una tarea difícil. Debía ir a un orfanato desorganizado y mal administrado, en la ciudad vecina de Cadogno, al que se conocía como la Casa de la Providencia. Había sido comenzado por dos mujeres seglares incompetentes, una de las cuales había dado el dinero para dotarlo. Francisca debía poner todo en orden, cosa que no era tan sencilla, debido a su juventud ?tenía entonces veinticuatro años? y a los complicados factores humanos mezclados en aquella situación. Los siguientes seis años fueron un período de entrenamiento en tacto y diplomacia, así como en los problemas diarios y prácticos que derivaban del manejo de tal institución. Trabajó silenciosa y efectivamente, frente a una oposición celosa, dedicándose a las jovencitas que debía supervisar, ganando pronto su afecto y cooperación. Francisca vistió el hábito de las monjas y tres años después hacía sus votos. Por eso época, sus superiores eclesiásticos estaban admirados de lo que había logrado realizar, y la nombraron madre superiora de la institución.

Durante tres años continuó aquella obra, y luego, al hacerse cada vez más irregular la fundadora, la Casa de la Providencia tuvo que cerrar sus puertas. Por entonces Francisca tenía bajo su dirección siete monjas jóvenes que ella misma había entrenado. Así, pues, el grupo se quedó sin hogar.

Fue en esa ocasión cuando el obispo de Lodi la mandó llamar y le hizo un ofrecimiento que determinaría la vida de la monja. Expresó el deseo de que ella fundara una orden misionera para mujeres, que servirían en su diócesis. Francisca aceptó y pronto descubrió uno casa que le pareció apropiada y que habían abandonado los frailes de Cadogno. El edificio fue adquirido y las hermanas se trasladaron y comenzaron a hacer el lugar habitable. Casi en seguida se convirtió en una colmena hirviente de actividad. Recibieron huérfanos y expósitos, abrieron una escuela diurna para que ayudara a pagar los gastos, comenzaron a dar clases de labores y vendieron sus magníficos trabajos para obtener algo más de dinero. Mientras tanto, además de dirigir todas aquellas actividades, Francisca, ahora Madre Cabrini, establecía una regla sencilla para uso de la institución. Como patrones escogió a San Francisco de Sales y a San Francisco Javier. La regla era sencilla y el hábito que ideó para uso de aquellas monjas trabajadoras era también sencillo, sin el lujo del lino o de las cofias almidonadas. Incluso debían llevar los rosarios en los bolsillos, para estar más libres al realizar sus diversas tareas. El nombre que escogió para la orden fue el de Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón.

Con el éxito de la institución y la creciente reputación de su joven fundadora, fueron muchas las que pidieron ser admitidas, más de las que podían alojarse en el edificio. Los recursos de las monjas, entonces como siempre, eran escasos; pero, no obstante, la expansión parecía necesaria. Como no podían pagar trabajadores, decidieron realizar la obra con sus propias manos. Una de las monjas era hija de un albañil, y fue quien enseñó a las otras el modo de colocar los ladrillos. Bajo su dirección, los nuevos muros se alzaban ya cuando las autoridades intervinieron, insistiendo en que los muros debían estar apoyados, para mayor seguridad. Las monjas obedecieron y con cierta ayuda del exterior continuaron la obra, sabiendo que trabajaban para solventar una necesidad real. La gente del pueblo, como era natural, no podía permanecer indiferente ante esa determinación. Al cabo de dos años se comenzó otra misión en Cremona, y luego la Madre Cabrini abrió una escuelapensionado para niñas en la capital de la provincia de Milán. Ésta sería la primera de tantas escuelas de ese tipo que andando el tiempo constituirían una fuente de ingresos, así como de novicias, que continuarían aquella obra. En el espacio de siete años funcionaban varias instituciones de diversas clases, cada una fundada para hacer frente a alguna necesidad crítica, todas servidas por monjas educadas bajo la dirección de la Madre Cabrini.

En el mes de septiembre de 1887, la monja realizó su primer viaje a Roma, lo que siempre era un momento culminante en la vida de cualquier religiosa. En su caso, iba a señalar el comienzo de una actividad que cubriría espacios mucho más extensos. Entonces la Madre Cabrini frisaba los cuarenta años y era mujer notable en su propia localidad, por lo que, sin duda, habían llegado rumores de ella a la corte papal. Acompañada de una hermana, Serafina, salió de Cadogno con el doble propósito de obtener la aprobación papal para su orden, que por entonces había funcionado meramente en el nivel de la diócesis, así como la apertura de una casa en Roma que podría servir como cuartel general para futuras empresas. Si bien no se presentaba como desconocida absoluta, muchas otras habían llegado antes que ella con más apoyo y se habían quedado más tiempo con mucha menor obra realizada.

En dos semanas, la Madre Cabrini había logrado establecer contacto con puestos elevados y había tenido varias entrevistas con el cardenal Parocchi, el cual se convirtió en su apoyo, teniendo absoluta confianza en su capacidad y sinceridad. Fue alentada a continuar sus fundaciones por todas partes y recibió el encargo de abrir una escuela y otra de párvulos en los alrededores de Roma. El Papa León XIII la recibió y bendijo su obra. Por aquellos días, el Papa era un anciano de setenta y ocho años que había ocupado el solio durante más de diez y había realzado el prestigio del papado. Conocido como «el Papa obrero» por su simpatía hacia los pobres y sus series de encíclicas famosas sobre justicia social, era también hombre de estudio y de interés por toda cultura. Vio a la Madre Cabrini varias veces, hablaba de ella con admiración y afecto y envió contribuciones de sus propios fondos para ayudar a su obra.

Una ocasión de realizar cosas mayores y nuevas se iba a ofrecer a la intrépida monja, proporcionándole el modo de llevar a cabo su viejo sueño de ser misionera en tierras lejanas. En Italia bullía por entonces el problema de la emigración de millares de personas hacia otras tierras. Como resultado de los tiempos duros por los que la patria atravesaba, muchos italianos habían emigrado a los Estados Unidos y a Sudamérica, con la esperanza de mejorar sus vidas. En el Nuevo Mundo se enfrentaban con muchas situaciones crueles, ante las que, a menudo, se hallaban indefensos. El obispo Scalabrini había escrito describiendo su miseria y fue el instrumento mediante el cual se estableciera la Sociedad de San Rafael, para su asistencia material, así como una misión de la Congregación de San Carlos Borromeo en Nueva York. Diversas charlas con el obispo Scalabrini persuadieron a la madre Cabrini de que su causa debía convertirse en la suya propia.

En América, la gran ola de inmigrantes todavía no había alcanzado su cifra más elevada, pero una corriente continua de humanidad doliente, que llegaba del sur de Europa atraída por promesas v fotografías, se volcaba sobre los puertos americanos, sin que ninguna providencia hubiera sido tomada para su recepción o asimilación de sus individuos. En cambio, los recién llegados eran víctimas, inmediatamente, de los prejuicios de los nacidos americanos, así como de los inmigrantes anteriores que, en su mayoría, eran de origen irlandés o alemán. También eran expoliados sin piedad por sus propios padroni o caciques, después de ser empleados en los trabajos más duros y peligrosos, cavando y perforando así como en los trabajos igualmente azarosos de molinos y tenduchos. Tendían a amontonarse en los barrios superpoblados e insalubres de nuestras ciudades, que serían llamados «las pequeñas Italias». Se hallaban en América, pero no formaban parte de ella. Tanto la vida familiar como la religiosa quedaban sacrificadas a la mera supervivencia y a la lucha por lograr ahorrar el dinero que les permitiría regresar a la patria. Separados de sus vínculos usuales, muchos cayeron en el hampa de la ciudad. Pero en su mayoría, sin embargo, vivían olvidados, añorantes y solitarios, procurando competir con los modos nuevos de vida, sin dirección adecuada. «Aquí vivimos como animales ?escribía uno de aquellos inmigrantes?; uno vive y muere sin un sacerdote, sin maestros y sin médicos». En conjunto el problema era tan vasto y difícil que nadie que no tuviera el alma intrépida de la Madre Cabrini hubiera osado afrontarlo.

Después de dejar los nuevos establecimeintos de Roma funcionando en orden y de visitar los antiguos centros de Lombardía, la madre Cabrini escribió al arzobispo Corrigan, de Nueva York, para avisarle que llegaba en su ayuda. Se le hizo saber que un convento o alojamiento estaría preparado para ella y las monjas que la acompañarían; pero, desgraciadamente, hubo un mal entendimiento acerca de la fecha de su llegada y cuando ella y sus siete monjas desembarcaron en Nueva York, el 31 de marzo de 1889, supieron que no habían preparado ningún convento todavía. Sabían que no podían pagar un hotel y pidieron ser admitidas en una casa de huéspedes barata. Pero ésta resultó tan triste y sucia que las monjas evitaron meterse en las camas y pasaron la noche en meditación y rezos. Pero las monjitas eran jóvenes y llenas de ánimo, y de tan desalentador comienzo surgieron, a la siguiente mañana, dispuestas a escuchar misa. Entonces se dirigieron al obispo, que no sabía cómo excusarse, y trazaron su plan de acción. Querían empezar a trabajar sin demora. Una acaudalada mujer italiana dio el dinero para que adquirieran su primera casa y, poco después, abría sus puertas el nuevo orfanato. Pero fue tal la rapidez con que llenaron la casa de niños, que sus fondos disminuyeron en seguida. Para alimentar a aquella prole cada vez mayor, debieron salir a pedir limosna por las calles. Las monjas pronto fueron figuras familiares en Mulberry Street, en el corazón de la «pequeña Italia» de la citicad. Iban de puerta en puerta, de tienda en tienda, pidiendo cualquier cosa que quisieran darles, comida, ropas o dinero.

Una vez establecida la vigilancia y comenzada la obra debidamente, la Madre Cabrini regresó a Italia en el mes de julio del mismo año. De nuevo visitó sus fundaciones, levantando el celo de las monjas, y tuvo otra audiencia con el Papa, a quien relató la situación en Nueva York en lo que hacía referencia a la colonia italiana. También, mientras estuvo en Roma, hizo planes para abrir un dormitorio para estudiantes de la Escuela Normal, procurando la ayuda de varias mujeres ricas para esa obra. A la siguiente primavera volvió a embarcar rumbo a Nueva York, con un grupo nuevo de monjas escogidas en la orden. Poco después de su llegada efectuó la compra a los jesuitas de una casa y terreno, ahora conocida como West Park, en la ribera oeste del Hudson. Este retiro rural iba a convertirse en un verdadero paraíso para los niños de los tugurios de la ciudad. Entonces, en compañía de varias monjas que habían sido entrenadas para maestras, embarcó para Nicaragua, en donde se le había pedido que abriera una escuela para niñas de familias acomodadas de la ciudad de Granada. Esto fue realizado con la aprobación del gobierno nicaragüense, y la Madre Cabrini, acompañada por otra monja, regresó hacia el norte por tierra, con la curiosidad de saber algo más de los pueblos de Centroamérica. Viajaron de modo primitivo e incómodo, pero completaron el viaje a salvo. Permanecieron durante poco tiempo en Nueva Orleáns, en donde realizaron el trabajo preliminar para establecer allí otra misión. La ola de inmigrantes italianos era casi tan grande en Luisiana como en la propia Nueva York. Al llegar, finalmente, a esta ciudad escogió un grupo de valerosas monjas que debía ir a trabajar en la ciudad sureña. Estas monjas tuvieron que mendigar durante todo el camino para lograr llegar a su destino, ya que no poseían dinero para pagar el billete del tren. En cuanto hubieron comenzado la obra, la Madre Cabrini fue a reunirse con ellas y, con ayuda de diversas contribuciones, compraron una propiedad que llegó a ser conocida como lugar en donde cualquier italiano en apuros podía acudir para ayuda y consejo. También establecieron una escuela que fue rápidamente centro de la población italiana. Las monjas tenían la costumbre de visitar los sectores rurales vecinos, en donde había italianos empleados en las grandes plantaciones.

El año que se celebró el cuatrocientos aniversario del descubrimiento de Colón, el de 1892, marcó igualmente la fundación del primer hospital de la Madre Cabrini. Por entonces los italianos gozaban de mayor aprecio y era natural que este primer hospital recibiera el nombre de Colón. La Madre Cabrini había tenido previamente cierta experiencia en el manejo de hospitales, en conexión con la institución dirigida por la Congregación de San Carlos Borromeo, pero el nuevo hospital era bastante independiente. Con un capital inicial de doscientos cincuenta dólares, que representaban cinco contribuciones de cincuenta dólares cada una, el Hospital de Colón (Columbus Hospital) empezó a funcionar en la calle Doce de Nueva York. Los médicos ofrecieron sus servicios sin remuneración y las monjas procuraron reemplazar con su celo lo que faltaba de equipo. Gradualmente el lugar adquirió una reputación que fue causa de que ganara el apoyo económico adecuado. Se trasladó a un local mayor en la calle Veintiuna, en donde sigue funcionando hasta la fecha.

La Madre Cabrini regresó a Italia con frecuencia para supervisar la educación de las novicias y escoger entre las monjas las más calificadas para el servicio extranjero. Estuvo en Roma durante el Jubileo del Papa, en el que se celebraron sus cincuenta años de eclesiástico. De regreso en Nueva York en 1895, aceptó la invitación del arzobispo de Buenos Aires para que fuera a la Argentina a establecer una escuela. La escuela de Nicaragua habíase visto obligada a cerrar sus puertas debido a la revolución que derrocara el previo gobierno, y las monjas se habían marchado a Panamá, en donde habían abierto un colegio. La Madre Cabrini y su compañera se detuvieron para visitar esa nueva institución antes de continuar por mar, siguiendo la costa del Pacífico, su viaje hasta su punto de destino. Para evitar el turbulento estrecho de Magallanes se les aconsejó que realizarán por tierra las últimas jornadas de viaje, lo que significaba un viaje por tren desde la costa a las montañas, atravesando los Andes a lomo de mula v tomando nuevamente el tren hasta la capital. Las monjas parecían frailes capuchinos, pues llevaban capas de color marrón forradas de piel. En sus monturas y guiadas por arrieros, cuyo lenguaje apenas comprendían, siguieron el estrecho camino que atraviesa la cordillera de los Andes, con sus abismos escalofriantes y los helados vientos silbando sobre sus cabezas. Aquel peligroso cruce fue llevado a cabo sin que ocurriera ninguna desgracia y a su llegada a Buenos Aires se enteraron de que el arzobispo que las invitara a venir había fallecido y no estaban seguras de ser bien recibidas. Pero poco tardó la Madre Cabrini en ganar afectos con su encanto y sinceridad personales y recibió el encargo de abrir un colegio. Inspeccionó docenas de lugares antes de decidirse. Cuando se compró el terreno dio muestras de buen juicio, va que aquella locación fue excelente desde todos los puntos de vista. La escuela era para niñas de familias ricas, ya que los italianos de la Argentina eran, en su mayoría, más prósperos que los de Estados Unidos. Otro grupo de monjas llegó desde Nueva York para hacer de maestras. Allí, al igual que en escuelas similares de otras partes, las alumnas serían con el tiempo las futuras sustentadoras de las fundaciones.

No tardaron en abrirse escuelas en París, Inglaterra y España, en donde la obra de la Madre Cabrini contaba con el apoyo de la propia reina. De los países latinos, andando el tiempo, salieron novicias y maestras para las escuelas sudamericanas. Otro país de Sudamérica, Brasil, fue añadido a la cadena cada vez más extena, y se abrieron escuelas en Río de Janeiro y en Sao Paulo. De nuevo en los Estados Unidos, la Madre Cabrini comenzó escuelas parroquiales en la ciudad de Nueva York y en sus alrededores un orfanato en Dobbs Ferry. En 1899 fundó la Villa del Sagrado Corazón en Fort Washington Avenue, Nueva York, como escuela y centro de entrenamiento de las novicias. Después este establecimiento sería su más caro hogar americano. Esta sección de la ciudad es la que los neoyorquinos suelen asociar con ella, y allí existe una ancha avenida que lleva su nombre.

Atravesando el país, la Madre Cabrini extendió su actividad a la costa del Pacífico. Newark, Scranton, Chicago, Denver, Seattle, Los Angeles, etc., se convirtieron en ciudades familiares para ella. En Colorado visitó la región minera, en donde el alto porcentaje de accidentes era motivo de que innumerables huérfanos quedaran sin cuidado. Allí donde iba, hombres y mujeres comenzaban a tomar medidas para remediar sufrimientos y desgracias, pues el estímulo de su personalidad era muy vigoroso. Su ardiente deseo de servir a Dios ayudando a la gente, especialmente a los niños, era fuente de inspiración para los demás. Pero, sin embargo, la fundación de cada escuela u orfelinato tenía algo de milagroso, pues los fondos necesarios generalmente se materializaban a ultima hora y de modo inesperado.

En Seattle y en el año de 1909 la Madre Cabrini hizo el juramento de lealtad a los Estados Unidos y se convirtió en ciudadana americana. Tenía entonces cincuenta y nueve años y ansiaba un futuro menos activo, quizás, incluso, un semirretiro en la casa matriz de Cadogno. Pero durante varios años los viajes a través del Atlántico continuaron; como un pájaro, nunca permanecía mucho tiempo en un sitio. Cuando se hallaba lejos, las monjas sentían su presencia y sabían que ella comprendía sus preocupaciones y aflicciones. Su carácter modesto evitó siempre que asumiera una actitud autoritaria; en realidad, siempre deploró que se refirieran a ella como «cabeza» de la orden. Durante los últimos años es indudable que la Madre Cabrini llevó sus energías hasta un punto en que sobrepasó el límite de su naturaleza fatigada. Regresando de un viaje a la costa del Pacífico, en el otoño de 1917 se detuvo en Chicago. La guerra y todos los problemas que acarreaba la preocupaban enormemente y además sufría una recaída de la malaria que había contraído años antes. Fue alli, mientras, acompañada de otras monjas, preparaba la Navidad de los niños en el hospital, cuando un súbito ataque al corazón puso fin a su vida en breves minutos. Fue el 22 de diciembre y tenía entonces sesenta y siete años. La pequeña monja había sido amiga de tres Papas y una segunda madre para miles de niños para quienes procuró albergue y alimento. Había creado una orden floreciente y establecido muchas instituciones para servir las necesidades humanas.

No es sorprendente que, casi en seguida, los católicos de todas partes comenzaron a decirse unos a otros : «Seguramente debía ser una santa.» Y este sentir popular culminó en 1929 cuando se dieron los primeros pasos oficiales para su beatificación. Diez años después se convirtió en la Bendita Madre Cabrini, y el cardenal Mundelein, que oficiara en sus funerales en Chicago, presidió en su beatificación. Anunciada por el repique de todas las campanas de San Pedro y cientos de iglesias de Roma, la ceremonia de su canonización se llevó a cabo el 7 de julio de 1946. Cientos de devotos católicos de los Estados Unidos asistieron a ella, así como los más altos dignatarios de la Iglesia y la alta nobleza. Santa Francisca Javiera Cabrini, la primera americana canonizada, yace enterrada bajo el altar de la capilla del Colegio de la Madre Cabrini de la ciudad de Nueva York.

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