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Santa Juana de Arco

Santa Juana de Arco
autor Jean-Auguste-Dominique Ingres año 1854 título Giovanna d'Arco all'incoronazione del re Carlo VII nella cattedrale di Reims
nombre: Santa Juana de Arco
título: Virgen
recurrencia: 30 de mayo




Salvadora de Francia y heroína nacional de ese país, Juana de Arco vive en la imaginación de las gentes como el símbolo de esa integridad de propósito que hace morir por lo que se cree. Juana «la Pucelle», la Doncella, es un ejemplo brillante de lo que un espíritu animoso puede realizar en el mundo de los hombres y de los acontecimientos. La santa nació el día de la Epifanía, 6 de enero de 1412, en Domremy, pueblecito de la rica provincia de Champaña, junto al río Meuse, en el nordeste de Francia. Era de familia campesina. Su padre, Santiago de Arco, era un hombre bueno, aunque moroso. La esposa era una madre dulce y afectuosa con sus cinco hijos. Las dos hijas de la familia recibieron de la madre una educación cuidadosa en todas las tareas hogareñas. «En coser y en hilar no temo a ninguna mujer», declararía Juana al finalizar su corta vida. Aquella que había de salvar a Francia era, por entonces, una muchacha campesina que, al igual que la mayoría de la gente de la época, no tuvo nunca la oportunidad de aprender a leer o a escribir. Lo poco que sabemos de su infancia está contenido en los impresionantes y conmovedores testimonios de su piedad y buena conducta presentados en el proceso de su rehabilitación en el año 1456, veinticinco años después de su muerte. Sacerdotes y antiguos compañeros de juegos recordaron entonces su amor por la oración y su fiel asistencia a la iglesia, su uso frecuente de los sacramentos, su dulzura con las personas enfermas y su simpatía hacia los pobres mendigos a quienes, algunas veces, cedería su propia cama. « Era tan buena ?dijeron sus vecinos? que todo el pueblo la quería.»

No obstante, los primeros años de Juana debieron turbarse por las confusiones de aquel período y por los desastres que sucedían en su amada tierra. La guerra de los Cien Años, entre Francia e Inglaterra, seguía aún su serie de desgracias. Provincias enteras quedaban en poder de los ingleses y los borgoñones, mientras el débil e irresoluto gobierno de Francia no ofrecía resistencia. Un pueblo fronterizo como Domremy, en los confines de la Lorena, estaba expuesto a los invasores. Por lo menos en una ocasión Juana tuvo que huir junto con sus padres hasta Neufchátel, a ocho millas de distancia, para escapar a una invasión borgoñona, la cual saqueó a Domremy y prendió fuego a la iglesia, que se alzaba cerca de la casa de Juana.

Tenía la niña tres años cuando el rey Enrique V de Inglaterra, en el año 1415, desatara la última serie de desastres invadiendo Normandía y exigiendo la corona del loco rey Carlos VI. Francia, ya devastada por la guerra civil entre los partidarios de los duques de Borgoña y los de Orleáns, no estaba en condiciones de resistir, y cuando el duque de Borgoña fue asesinado traicioneramente por los servidores del Delfín, gran parte de sus partidarios se unieron a las fuerzas inglesas. El rey Enrique y el rey Carlos murieron en 1422, pero la guerra continuó. El duque de Bedford, como regente del rey niño de Inglaterra, continuó la guerra, y ciudad tras ciudad fue cayendo en sus manos o en las de sus aliados borgoñones. Casi todo el país, al norte del río Loira, estaba en poder de los ingleses. Carlos VII, el Delfín, como aún se le llamaba, consideraba su posición como desprovista de toda esperanza, ya que el enemigo había llegado a ocupar la propia ciudad de Reims, en donde debía ser coronado. Pasaba su tiempo lejos de la batalla, ocupado en frívolas diversiones con su corte.

Juana tenía catorce años cuando oyó la primera de las voces extraterrenales que, estaba segura, le traían el mensaje de Dios. Cierto día, mientras trabajaba en el huerto, oyó una voz, acompañada por un resplandor de luz; después de esto hizo el voto de permanecer virgen y llevar una vida recta. Luego, y durante un período de dos años, las voces fueron más frecuentes y pudo ver a sus visitadores celestiales, a los que identificó como a San Miguel, Santa Catalina de Alejandría y Santa Margarita, los tres santos cuyas imágenes se hallaban en la iglesia de Domremy. Gradualmente le revelaron el propósito de sus visitas : a ella, la ignorante muchacha campesina, le encomendaban la misión de salvar a su patria; debía llevar a Carlos hasta Reims para que allí fuera coronado, y derrotar a los ingleses. No sabemos exactamente el momento en que Juana decidió obedecer a las voces; en su casa hablaba poco de ellas, pues temía que su padre no las aprobara. Pero en el mes de mayo del año 1428 las voces se hicieron más insistentes y explícitas. Juana ya había cumplido los dieciséis años cuando supo que debía ir a reunirse rápidamente con Roberto de Baudricourt, quien estaba a la cabeza de las fuerzas del Delfín en la ciudad vecina de Vaucouleurs, y decirle que ella tenía la misión de conducir al Delfín a su coronación. Un tío suyo la acompañó, pero el mensaje no tuvo éxito, pues Baudricourt rompió a reír al escucharlo y solamente dijo que el padre de la muchacha debería azotarla. Así rechazada, Juana regresó a Domremy, pero las voces no la dejaban descansar. Cuando ella contestaba que era tan sólo una pobre muchacha que no podía cabalgar ni luchar, las voces le replicaron : «Es Dios quien lo ordena.»

Por último, fue impelida a regresar secretamente ante Baudricourt, cuyo escepticismo se quebró, ya que acababa de recibir la noticia de la grave derrota francesa que Juana había predicho. Entonces la posición francesa era desesperada, pues Orleáns, el último baluarte francés en el Loira, estaba sitado por los ingleses y a punto de rendirse. Baudricourt asintió a lo que Juana le pedía, y para que fuera a ver al Delfín le proporcionó una escolta de tres soldados. Fue idea de la propia Juana vestir prendas masculinas, a guisa de protección. El 6 de marzo de 1429 el grupo llegó a Chinon, en donde estaba el Delfín, y dos días más tarde Juana fue admitida ante la real presencia. Para probarla, Carlos se había disfrazado con las ropas de uno de sus cortesanos, pero ella lo identificó sin dudar y, mediante un signo que únicamente él y ella comprendían, le convenció de que su misión era auténtica.

Los ministros fueron más difíciles de convencer. Cuando Juana pidió soldados para acudir al rescate de Orleáns, encontró la oposición de La Trémouille, uno de los favoritos del Delfín, y de otros que consideraban a aquella muchacha como una loca visionaria o una impostora. Para ponerlo en claro la enviaron a Poitiers, para que allí la examinara una comisión de teólogos. Después de un examen agotador que duró tres semanas, los versados eclesiásticos declararon que Juana era honesta, buena y virtuosa y aconsejaron a Carlos que hiciera un uso prudente de sus servicios. Ya vindicada, Juana regresó a Chinon, llena de valor, y en seguida se hicieron planes para equiparla con una pequeña fuerza. Se confeccionó un estandarte que, a petición de Juana, llevaba las palabras «Jesú, María» junto con una imagen de Dios Padre a quien unos ángeles arrodillados le presentaban la flor de lis, el emblema real de Francia. El 27 de abril el ejército salió de Blois encabezado por Juana, llamada ahora por sus tropas «La Pucelle», la doncella, quien vestía una resplandeciente armadura blanca. Juana era una joven agraciada y llena de salud, con un rostro sonriente y un cabello negro que había cortado corto. Ahora había aprendido a montar a caballo, pero, naturalmente, no poseía ningún conocimiento de la táctica militar. Sin embargo, su apostura y su valor se contagiaron a sus soldados, los cuales irrumpieron en medio de las filas inglesas y entraron en Orleáns el 29 de abril. Su presencia en la ciudad alentó a la guarnición francesa. Ya el 8 de mayo se logró la captura del baluarte inglés en las afueras de Orleáns y el sitio de la ciudad fue levantado. Vistiendo su blanca armadura, Juana había encabezado el ataque y una flecha enemiga la había herido ligeramente en un hombro.

Era el deseo de Juana que esos primeros éxitos fueran continuados y que la lucha siguiera, pues las voces le habían revelado que no viviría mucho más, pero La Trémouille y el arzobispo de Reims se inclinaban a entablar negociaciones. No obstante, se permitió a La Doncella que se uniera al duque de Alengon, uno de sus devotos partidarios, para llevar a cabo una breve campaña en el Loira. Esta campaña finalizó con la victoria de Patay, en la cual las fuerzas inglesas, dirigidas por sir John Falstaff, sufrieron una derrota aplastante. Juana entonces hizo ver la urgencia que se imponía en la coronación del Delfín en Reims, puesto que el camino para llegar allí estaba prácticamente libre de enemigos. Los jefes franceses arguyeron y demoraron aquel asunto hasta que, por último, consintieron en seguir a Juana hasta Reims. Allí, el 17 de julio de 1429, Carlos VII fue coronado mientras Juana se mantenía tras él, llevando orgullosamente su estandarte.

Así, la misión que las voces celestiales le confiaran se había realizado a medias, pues aún los ingleses ocupaban Francia. Carlos, débil e irresoluto, no siguió tan favorables sucesos y un ataque a París fracasó, debido en gran parte a la falta de su apoyo y su presencia prometidos. Durante aquella acción Juana fue herida nuevamente y el duque de Alengon tuvo que retirarla hasta un lugar seguro. Hubo una tregua durante el invierno, la cual Juana pasó en la corte, en donde era vista con desconfianza. Cuando se renovaron las hostilidades al llegar la primavera, Juana corrió al socorro de Compiégne, sitiado por los borgoñones. Entró en la ciudad al amanecer el día 23 de mayo de 1430 y ese mismo día encabezó una salida contra el enemigo. No tuvo éxito y, debido a la falta de cálculo del gobernador, el puente levadizo por el que debían retirarse sus fuerzas fue alzado demasiado pronto, dejando a Juana y a cierto número de soldados afuera, a merced del enemigo. Juana fue bajada de su caballo y conducida al campamento de Juan de Luxemburgo, uno de cuyos soldados había sido quien la capturó. Desde entonces hasta finalizar el otoño estuvo prisionera en una torre del castillo de los Luxemburgo, como prisionera del duque de Borgoña. Haciendo un intento desesperado por huir de allí, la muchacha saltó de la torre, cayendo en terreno blando, aturdida y molida. Fue un milagro que no se matara.

Nunca, durante ese período o después, el rey ni sus ministros hicieron el más mínimo esfuerzo por liberar a Juana. Había sido una aliada extraña y turbadora y parecían contentos de abandonarla a su suerte. Pero los ingleses ansiaban capturarla, y el 21 de noviembre los borgoñones la entregaron mediante una indemnización. Los ingleses no podían ejecutarla por haberlos derrotado en la guerra, pero si podían hacerla condenar como bruja y hereje. ¿No había logrado inspirar el propio valor del diablo a los franceses? En una época en que la creencia en el poder de las brujas y los demonios era general, la acusación no parecía absurda. Los ingleses y los borgoñones habían atribuido sus derrotas a sus hechizos.

Juana fue llevada al castillo de Ruán antes de las Navidades. La encerraron en una celda y la encadenaron a una tabla que iba a servirle de cama. La vigilancia sobre ella fue continua, día y noche. El 21 de febrero de 1431 compareció por primera vez ante un tribunal de la Inquisición. Pierre Cauchon, obispo de Beauvais, lo presidía. Era hombre cruel y ambicioso, el cual parece haber esperado alcanzar el arzobispado de Ruán mediante la influencia inglesa. Los otros jueces eran abogados y teólogos, escogidos todos ellos por Cauchon. Durante el curso de las seis sesiones públicas y las nueve sesiones privadas, que duraron diez semanas, la prisionera fue interrogada en lo que a sus visiones y voces oídas se refería, así como sobre sus atavíos masculinos, su fe y su deseo de someterse a la iglesia. Sola e indefensa, la joven de diecinueve años se mantuvo sin temor y sus respuestas astutas, su honestidad, piedad y memoria precisa fueron a menudo desconcertantes para sus severos inquisidores. Debido a su ignorancia de los términos teológicos, en varias ocasiones fue llevada a hacer declaraciones comprometedoras. Al finalizar las audiencias, los eclesiásticos escribieron un conjunto de artículos que sometieron a los jueces, los cuales declararon las revelaciones de Juana como obra del diablo y culparon de herejía a la propia Juana. La Universidad de París aprobó el veredicto del tribunal.

En las deliberaciones finales, el tribunal votó que Juana fuera entregada al brazo secular para ser quemada si se obstinaba en negarse a confesar que era una bruja y que había mentido al decir que había oído voces. Repetidamente Juana se negó a hacer esto, a pesar de hallarse físicamente agotada por las torturas. Solamente cuando se la llevó al cementerio de SaintOuen, ante una enorme multitud, para que escuchara la sentencia que la condenaba a la hoguera, Juana cayó de rodillas y admitió que había testificado en falso. Entonces fue llevada de nuevo a la prisión. Bajo la presión de sus carceleros, poco antes había desechado sus prendas masculinas, que su acusadores hallaban particularmente abominables. Entonces, fuera por su propia decisión o como resultado de la astucia de los que deseaban su muerte, Juana volvió a adoptar el traje masculino. Cuando el obispo Cauchon, con algunos testigos, fue a visitarla en su celda para interrogarla nuevamente, Juana se había restablecido de su pasajera debilidad y volvía a asegurar que el propio Dios la había enviado y que las voces venían de El.

Cauchon quedó muy contento con el giro de los acontecimientos.

El martes 29 de mayo del año 1431, los jueces, después de escuchar la relación de Cauchon, condenaron a Juana como relapsa hereje y la entregaron a los ingleses. A la mañana siguiente, a las ocho, fue conducida a la plaza del mercado de Ruán para ser quemada en la hoguera. Cuando la leña fue prendida, un fraile dominico, a petición de Juana, mantuvo un crucifijo frente a sus ojos, y mientras las llamas subían se la oyó murmurar el nombre de Jesús. John Tressart, uno de los secretarios del rey, presenció aquella escena horrorizado y probablemente expresó la convicción de muchos otros cuando, lleno de remordimiento, exclamó : « ¡ Estamos perdidos! ¡ Hemos quemado a una santa!» Las cenizas de Juana fueron arrojadas al Sena.

Veinticinco años después, cuando los ingleses habían sido arrojados de Francia, el Papa de Aviñón mandó que la causa fuera revisada. Ya entonces Juana era considerada como la salvadora de Francia. Se oyeron testigos y se hicieron deposiciones en consecuencia de las cuales el juicio fue declarado irregular. Juana fue rehabilitada formalmente como hija verdadera y creyente de la Iglesia. Desde muy poco tiempo después de su muerte hasta la Revolución Francesa se celebró una fiesta local en honor de la Doncella, en la ciudad de Orleáns, escogiendo para ella la fecha del 8 de mayo, día en que el sitio de la ciudad fue levantado. La fiesta fue restablecida por Napoleón I. En 1920, la República Francesa declaró el día 8 de mayo fiesta nacional. Juana fue beatificada en 1909 y canonizada por Benedicto XV en 1919.

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