Anna Francesca Boscardin nació a Brendola, en el Vicentino, el 6 de octubre1888.
Ángel, el padre, a diferencia de su virtuosa novia y de la piadosa e ingenua hijita, fue todo otro que un ángel de bondad. Cuando los humos del vino, cuyo fue adicto, le subieron al cerebro, y un tétrico e infundado celos por su novia lo invadia, entonces el hombre se convirtia en una bestia.
Su maldad tuvo locos estallidos de cólera que dieron miedo. Anna siempre intentaba, pero a menudo inútilmente, de defender a la mamá y apaciguar al papá. Su carácter templado y dulce y su devoción en los ruegos también fueron para el papá - y será él mismo a confesarlo- una fuerte llamada al deber de corregirse, de rogar.
Anna no fue una cima de inteligencia, pero tenìa un corazón templado y sensible, una discreción tenaz y atrevida, por cuyo, aunque a escuela pasó por ignorante, siempre se distinguió por la óptima conducta.
"Cuando sea grande yo también seré monja", le dijo una vez a la mamá viendo a su país a algunas monjas que giraban a la cuestación. Esta inspiración se transformó pronto en un propósito. Ni la incertidumbre del cura ni la indecisión del papá a dejarla partir valieron a extinguirle en ella la llama de la vocación.
EL 8 de abril de 1905 Anna, acompañada por los padres, entra en la casa Madre de las Monjas Dorotee de Vicenza. "Eres buena, Anna... sólo piensa en hacerte santa... ruega por nosotros... ¡para tu papá!... ", le dijo su madre.
La buena hijita tomó en serio las entregas de la mamá: su vida será la práctica constante de todas las virtudes hasta el heroísmo.
EL 8 de diciembre de 1907, fiesta de lo inmaculada, Sor Bertilla se consagró definitivamente a Dios emitiendo los santos votos en la casa Madre de Vicenza. Fue sucesivamente mandada a Treviso para reemplazar a una hermana enfermera.
La monja Bertilla que siempre habìa trabajado en cocina como pincha, casi se reveló de repentino una enfermera hábil, estimada e investigada por los médicos en los casos más difíciles y delicados, querida por los enfermos. Destinada por mucho tiempo al departamento de los niños diftéricos, tuvo por ellos las más atentas y maternas curas.
Otros departamentos y otros enfermos, a los que fue destinada sucesivamente, admiraron en la monja Bertilla la angélica enfermera de la caridad heroica. Su presencia y sus palabras fueron una bendición, un consuelo.
Los bombardeos aéreos sobre Treviso durante la primera guerra mundial llevaron el terror y el desbarajuste en la ciudad y también en el hospital dónde fue Sor Bertilla. En aquellos momentos difíciles y tristes ella se arrodilló entre el departamento a recitar el Rosario hasta que el peligro fuera dejado.
Su amor para la Madre de Dios tuvo toda la ternura, la confianza, la encantadora sencillez de una hija por su madre. A todos encomendó la devoción a la Virgen. En el Corazón de la Virgen puso todos sus asistidos.
Su actividad incansable, las velas continuas, el aguante silencioso del suyo mal que desde hace tiempo escondió con heroica paciencia, consumieron en poco tiempo la salud robusta de la humilde monja. El 16 de octubre de 1922, para querer de la Superiora, un profesor fue llamado a visitar a Sor Bertilla.
El diagnóstico reveló la necesidad de una intervención quirúrgica para extirpar un fibroma. El día siguiente tuvo lugar la operación, pero ya fue demasiado tarde. Tres días de agudos dolores dados en santa resignación y absoluta sumisión a lo divino querer bastaron para preparar el encuentro de Sor Bertilla con su Novio Celeste.
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