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Santa Teresa de Jesús

Santa Teresa de Jesús
nombre: Santa Teresa de Jesús
título: Virgen y doctora de la Iglesia
recurrencia: 15 de octubre




En la Autobiografía que completó al finalizar su vida Santa Teresa de Ávila nos da una descripción de sus padres junto con una censura de su propio carácter. «La posesión de padres virtuosos que vivían en el temor de Dios, junto con aquellos favores que recibí de su Divina Majestad, pudieron haberme hecho buena de no haber sido tan perversa.» La conciencia del pecado que prevalecía en la España del siglo xvi fue causa, seguramente, de esa confesión de culpa. Lo que sabemos acerca de los primeros años de Teresa no nos parece perverso, sino que, por el contrario, nos demuestra que ella era una niña extraordinariamente activa, imaginativa y sensible. Sus padres, don Alfonso Sánchez de Cepeda y doña Beatriz Dávila y Ahumada, su segunda esposa, eran gente de posiciòn en Ávila, ciudad de Castilla la Vieja en la que nació Teresa el 28 de marzo de 1515. De este matrimonio nacieron nove hijos, de los que Teresa era la tercera. Había tambieu tres hijos del primer matrimonio.

Educada piadosamente, Teresa quedaba fascinada por las historias de los santos mártires, al igual que su hermano Rodrigo, el cual tenia muy poca diferencia de edad con ella y fue su compañero en las aventuras infantiles. En una ocasión, cuando Teresa tenía siete años, planearon huir al África, en donde podían ser decapitados por los infieles moros y lograr así el martirio. Se escaparon en secreto, pensando mendigar por el camino, como los pobres frailes, pero tan sólo habían caminado corto trecho cuando toparon con un tío suyo, quien los llevó ante su angustiada madre, la cual había enviado a los criados en busca suya. Entonces Teresa y su hermano pensaron hacerse ermitaños y trataron de construir pequeñas celdas con las piedras que hallaron en el jardín. De estas anécdotas sacamos la conclusión de que los pensamientos e influencias religiosas dominaron la vida de la futura santa desde su infancia.

Teresa tenía únicamente catorce años cuando murió su madre, y más tarde escribiría estas palabras sobre la tristeza que sintió ante el suceso : «En cuanto pude comprender cuán grande pérdida había sufrido al perderla me llené de aflicción; y fui ante la imagen de Nuestra Bendita Señora y con muchas lágrimas le supliqué que se dignara ser mi madre.» En esa época, las visitas que le hacía una prim'i suya eran muy bien acogidas, pero surtían el efecto de estimular su interés por las cosas superficiales. Una de sus diversiones era la lectura de cuentos de caballería, y Teresa llegó a tratar de escribir historias románticas. «Esos cuentos ?nos dice en su Autobiografía? no dejaron de enfriar mis buenos deseos y fueron causa de que cayera, insensiblemente, en otros defectos. Estaba tan encantada que no podía ser feliz sin otro nuevo cuento entre las manos. Comencé a imitar las modas, a gozar estando bien vestida, cuidando mucho de mis manos, usando perfumes y llevando todos los vanos adornos que mi posición en el mundo permitía.» Dándose cuenta de este súbito cambio en la personalidad de Teresa, su padre decidió colocarla en un convento de monjas agustinas, en Ávila, en donde otras jóvenes de su clase eran educadas. Ese hecho hizo darse cuenta a Teresa de que el peligro que había corrido era mayor del que imaginaba. Después de estar año y medio en el convento tuvo una enfermedad, que parece haber sido un tipo maligno de malaria, y don Alfonso la hizo regresar al hogar. Después de restablecerse fue a vivir con su hermana mayor, la cual se había casado y vivía en el campo. Luego visitó a un tío, Pedro Sánchez de Cepeda, hombre muy sobrio y piadoso. De regreso en el hogar paterno y temiendo que la forzaran a casarse a disgusto comenzó a considerar si debería adoptar la vida religiosa. La lectura de las Cartas de San Jerónimo 1 la ayudó a decidirse. El realismo y ardor de San Jerónimo eran similares a los de su espíritu castellano, con su mezcla de lo práctico y lo idealista. Entonces declaró a su padre su deseo de hacerse monja, pero él no dio su consentimiento, diciendo que después de su muerte podría hacer lo que quisiera.

Esa reacción fue causa de un nuevo conflicto, ya que Teresa amaba a su padre profundamente. Sintiendo que la demora podría debilitar su resolución, marchó en secreto al convento carmelita de la Encarnación,2 en las afueras de Ávila, en donde vivía su amada amiga la hermana Juana Suárez, y allí pidió ser admitida. De este paso doloroso escribiría luego: «Me acuerdo... cuando salí de casa de mi padre. La agudeza de los sentidos no creo pueda ser mayor en el momento de agonía de mi muerte de lo que fue entonces. Parecía como si todos los huesos de mi cuerpo se quebrasen... En mí no había entonces tal amor de Dios como era necesario para extinguir el amor que sentía por mi padre y mis amigos.» Teresa hizo su profesión un año después, pero entonces tuvo una recaída de su enfermedad y don Alfonso logró sacarla del convento, ya que la regla de clausura no tenía efecto entonces. Después de un período de intensos sufrimientos, durante el cual, al menos en una ocasión, se desesperó de salvar su vida, Teresa comenzó a restablecerse gradualmente. A ello le ayudaron ciertas oraciones que había comenzado a rezar. Su devoto tío Pedro le había regalado un libro llamado El tercer alfabeto espiritual, del Padre Francisco de Osuna, que trataba de las «oraciones de recogimiento y calma». Tomó ese libro como guía y comenzó a concentrarse en la oración mental, progresando hacia la «oración de calma», con el alma descansando en la contemplación divina, olvidada de todas las cosas terrenales. Ocasionalmente, durante breves instantes, alcanzó la «oración de unión», en la que todos los poderes del alma están absortos en Dios. Persuadió a su padre para que se dedicara a esta forma de plegaria.

Después de tres años, Teresa regresó al convento. Su inteligencia, ternura y encanto la hicieron favorita y halló placer en estar con la gente. En aquellos días era costumbre de las jóvenes monjas en España recibir a sus visitas en la sala del convento, y allí Teresa pasaba mucho tiempo charlando con sus amistades. Se sintió atraída por uno de sus visitantes cuya compañía le turbaba, aunque ella misma se tranquilizaba diciéndose que no podía haber pecado, ya que sólo hacía lo que otras, mejores que ella, solían hacer. Durante este período abandonó su costumbre de la oración mental, poniendo como pretexto su mal estado de salud. «Esta excusa de debilidad mental ?escribió luego? no era razón suficiente para que yo abandonara algo tan bueno, que no requería fuerza física, sino únicamente amor y costumbre. En medio de la enfermedad puede ofrecerse la mejor oración y es una equivocación pensar que sólo puede hacerse en soledad.» Volvió a practicar la oración mental y no había de abandonarla nunca, aunque todavía no tenía el valor de seguir a Dios por completo o el de dejar de malgastar su tiempo y talento. Pero durante esos años de aparente irresolución se estaba forjando su espíritu. Cuando se sentía deprimida por su propia indignidad se volvía hacia aquellos dos grandes penitentes, Santa María Magdalena y San Agustín, y a través de ellos tuvo experiencias que fortalecieron su voluntad. Una de ellas fue la lectura de las Confesiones de San Agustín.; otra fue un arrollador impulso de hacer penitencia ante un cuadro del Señor atormentado, de la cual escribió : «Sentí que María Magdalena venía a socorrerme... Desde ese día he ido mejorando en mi vida espiritual.»

Cuando, por último, Teresa se retiró de los placeres de la sociedad, volvió a sentirse capaz de rezar la «oración de calma», así como la «oración de unión». Comenzó a tener visiones intelectuales de las cosas divinas y a oír voces interiores. Aunque estaba persuadida de que estas manifestaciones venían de Dios, algunas veces tenia miedo y se sentía turbada. Consultó a muchas personas, rogando a todas que guardaran el secreto, pero sus perplejidades, no obstante, fueron pronto conocidas, para mortificación suya. Entre las personas con quienes habló estaba el Padre Gaspar Daza, sacerdote culto, quien, después de escucharla, le dijo que debía estar engañada, pues tales favores divinos no estaban de acuerdo con una vida tan llena de imperfecciones como la propia Teresa admitía ser la suya. Un amigo, don Francisco de Salcedo, le sugirió que hablase con un sacerdote de la recién formada Compañía de Jesús. A uno de ellos, Teresa hizo su confesión general, relatando su modo de orar y sus extraordinarias visiones. El sacerdote le aseguró que experimentaba gracias divinas, pero la previno de que había dejado de echar los cimientos de la verdadera vida espiritual mediante las mortificaciones del cuerpo. Le aconsejó que resistiera a las voces y visiones durante dos meses; la resistencia fue inútil. Francisco Borja, por entonces comisario general de la Compañía de Jesús en España, la aconsejó que no resistiera más, pero que tampoco buscara tales experiencias.

Otro jesuita, el Padre Baltasar Alvarez, que entonces se convirtió en director suyo, le señaló ciertos rasgos que no eran compatibles con la gracia perfecta. Le dijo que haría bien en rogar a Dios que la dirigiera en lo que fuera más agradable para Él, y en recitar a diario el himno de San Gregorio el Grande, Veni Creator Spiritus! Cierto día, mientras repetía las estrofas, tuvo un rapto durante el cual oyó las palabras «Yo no te haré tener conversaciones con los hombres, sino con los ángeles». Durante tres años, mientras el padre Baltasar fue director suyo, sufrió la desaprobación de todos los que la rodeaban, y durante dos años sintió gran desolación. Era censurada por sus austeridades y ridiculizada como víctima de ilusiones o tratada de hipócrita. Un confesor al que acudió en ausencia del Padre Baltasar llegó a decirle que hasta su oración era ilusoria y le ordenó que cuando viera alguna visión hiciera el signo de la cruz y la repeliera como si fuera un espíritu maligno. Pero Teresa nos dice que entonces las visiones llegaron trayendo pruebas de su propia autenticidad, de modo que era imposible dudar que vinieran de Dios. Sin embargo, obedeció las órdenes de su confesor. El Papa Gregorio XV, en su bula de canonización, comenta la obediencia de la santa con estas palabras : «Llegó a decir que podía engañarse al discernir visiones y revelaciones, pero no al obedecer a sus superiores.»

En 1557 Pedro de Alcántara, franciscano de la Observancia, llegó a Ávila. Pocas santas han sido tan experimentadas en su vida interior, por lo que el franciscano halló en Teresa pruebas inequívocas del Espíritu Santo. Abiertamente expresó la compasión que sentía por las calumnias de que había sido objeto y le predijo que no habían acabado sus penalidades. No obstante, al continuar sus experiencias místicas, la grandeza y bondad de Dios, la dulzura de Su servicio, se hicieron más manifiestas para ella. Algunas veces era alzada del suelo, experiencia que otros santos habían conocido. La santa nos dice: «Dios no parece contentarse con alzar el alma hacia Él, sino que necesita alzar el propio cuerpo también, aun cuando es mortal y compuesto de tan sucia arcilla como nosotros lo hemos vuelto por nuestros pecados.»

Ella misma nos dice que fue por entonces cuando ocurrió su más singular experiencia, su desposorio místico con Cristo y el lanzazo de su corazón. De esto último escribe : «Vi a un ángel muy cerca de mí, hacia mi izquierda, de forma carnal, lo cual no es costumbre en mi; pues aunque frecuentemente los ángeles se me representan es únicamente con mi visión mental. Este ángel parecía más bien pequeño que grande y era muy hermoso. Su rostro era tan ardiente que parecía ser el de uno de esos altos ángeles llamados serafines que parecen arder con el amor divino. En sus manos tenía una daga dorada y en la punta de ella ardía una llamita. Y sentí que varias veces me atravesaba con ella el corazón de tal modo que pasaba a través de mis intestinos. Y cuando la sacó creo los sacó también a ellos dejándome ardiendo con un gran amor de Dios.» El dolor de su alma se extendió por todo su cuerpo, pero se acompañaba de un gran deleite; era como si estuviera transportada, sin cuidarse de ver ni de hablar, sino sólo ocupada en consumirse con aquella mezcla de dolor y felicidad.»

Teresa anhelaba morir para poder unirse a Dios, pero ese anhelo se refrenaba por su deseo de sufrir por Él en la tierra. El relato que su Autobiografía nos da de sus revelaciones es notable por su sinceridad, genuina sencillez de estilo y precisión escrupulosa. Mujer sin conocimientos literarios, escribió en su lengua castellana vernácula, asentando sus experiencias a pesar suyo, obedeciendo a su confesor, y sometiendo todo a su juicio y al de la Iglesia, quejándose únicamente de que esa tarea no le dejaba tiempo para hilar. Teresa escribió acerca de sí misma sin orgullo ni amor propio. Hacia sus perseguidores se mostró respetuosa, mostrándolos como servidores honestos de Dios.

Las otras obras literarias de Teresa fueron escritas luego, durante los quince años que pasó ocupada activamente en la fundación de nuevos conventos de monjas carmelitas reformadas. Son prueba de su ingenio y de su memoria, así como de su talento real para expresarse. El camino de perfección lo compuso como guía especial para sus monjas y las Fundaciones también. Las Moradas quizá fueron escritas para todos los católicos; en ellas escribe con autoridad acerca de la vida espiritual. Un crítico admirador suyo nos dice: «En sus escritos nos muestras al desnudo los más impenetrables secretos de la verdadero sabiduría en lo que llamamos teología mística, de la que Dios ha dado la clave a un pequeño número de sus servidores favoritos. Esa idea quizá disminuya la sorpresa que sentimos al ver cómo una mujer iletrada logra exponer lo que los mayores doctores no consiguieron, pues Dios emplea en Sus obras los instrumentos que Él quiere.»

Ya hemos visto cuán indisciplinadas se habín vuelto las monjas carmelitas y cómo la sala del convento de Ávila se había convertido en un lugar de reunión social. Hemos visto también que las monjas podían abandonar su clausura fácilmente. De hecho, cualquier mujer que deseara una vida resguardada, sin demasiada responsabilidad, podía hallarla en cualquier convento de la España del siglo xvt. Las religiosas, en su mayoría, ni siquiera se daban cuenta de sus faltas o de aquello que su profesión requería. Así que, cuando una de las monjas del convento de la Encarnación comenzó a hablar de la posibilidad de fundar una nueva y más estricta comunidad, la idea le pareció a Teresa una inspiración del Cielo. Determinó realizar por sí misma ese tipo de establecimiento y recibió promesa de ayuda de una viuda acaudalada, doña Guiomar de Ulloa. El proyecto fue aprobado por Pedro de Alcántara y por el Padre Angelo de Salazar, provincial de la orden carmelita. Pero este último se vio obligado muy pronto a retirar su permiso, pues las monjas compañeras de Teresa, la nobleza local, los magistrados y otras personas se unieron contra el proyecto. El Padre Ibáñez, un dominico, animó en secreto a Teresa e instó a doña Guiomar para que siguiera prestando su ayuda. Una de las hermanas casadas de Teresa, junto con su esposo, comenzó la construcción de un pequeño convento en Ávila, en el año 1561, para que sirviera como nuevo establecimiento. Los demás ciudadanos creyeron que se trataba de una casa para uso de la familia.

Por entonces sucedió un episodio famoso en la historia de Teresa. Su pequeño sobrino fue aplastado por un muro de nueva construcción, que se derrumbó encima de él mientras jugaba, y fue llevado ante Teresa, sin vida. Ella tomó al niño en sus brazos y oró, y a los pocos minutos lo devolvió vivo sano a su madre. Ese milagro fue presentado en el proceso de canonización de Teresa. Otro de los muros del convento, aparentemente sólido, se derrumbó durante la noche. El cuñado de Teresa quería negarse a pagar a los albañiles, pero Teresa le convenció de que todo aquello era obra de los espíritus malignos e insistió en que los hombres recibieran su paga.

La condesa Luis de la Cerda, poderosa dama de Toledo, acababa de sufrir la muerte de su marido y pidió al provincial carmelita que suplicara a Teresa, de cuya santidad había oído hablar, que fuera a verla. Teresa fue enviada y quedó con ella seis meses, empleando parte de su tiempo, a instancias del Padre Ibáñez, escribiendo y desarrollando sus ideas para el nuevo convento. Mientras estaba en Toledo conoció a María de Jesús, del convento carmelita de Granada, la cual había tenido revelaciones acerca de la reforma de la orden, y ese encuentro fortaleció los deseos de Teresa. De regreso en Ávila, la misma noche de su llegada, recibió una carta del Papa en la que se autorizaba el nuevo convento reformado. Entonces los partidarios de Teresa persuadieron al obispo de Ávila para que asistiese, y el convento, dedicado a San José, fue inaugurado calladamente. El día de San Bartolomé de 1562 se colocó el Bendito Sacramento en la pequeña capilla y cuatro novicias tomaron el hábito.

La noticia corrió pronto por la ciudad, y la oposición se declaró abiertamente. La priora del convento de la Encarnación mandó llamar a Teresa y la requirió para que explicara su conducta. Fue detenida casi como una prisionera, pero no perdió su aplomo. A la desaprobación de la priora se unió pronto la del alcalde y magistrados, temerosos de que un convento sin dotación pudiera llegar a constituir una carga para la ciudad. Muchos eran los que proponían demoler el nuevo edificio. Mientras tanto don Francisco envió un sacerdote a Madrid para defender el nuevo establecimiento ante el Consejo del rey. Se permitió a Teresa que regresara a su convento y poco después el obispo la nombró priora oficialmente. El alboroto cesó en seguida. Desde entonces se conoció a Teresa con el nombre de Teresa de Jesús madre de la reforma del Carmelo. Las monjas estaban enclaustradas estrictamente, bajo una regla de pobreza y casi completo silencio; el parloteo continuo de las mujeres era una de las cosas que más había deplorado Teresa en el convento de la Encarnación. Eran pobres, sin rentas regulares; llevaban un hábito de burda sarga y sandalias en vez de zapatos, razón por la cual fueron llamadas las «carmelitas descalzas». Aunque la priora tenía ahora cerca de cincuenta años y estaba muy debilitada, sus grandes realizaciones aún estaban en el futuro.

Convencida de que demasiadas mujeres bajo el mismo techo ocasionaban una relajación de la disciplina, Teresa limitó a trece el número de monjas; más tarde, cuando se fundaron casas con dotación y, por ello ya no dependían únicamente de las limosnas, el número fue aumentado a veintiuna. El prior general de las carmelitas, Juan Bautista Rubeo de Ravena, al visitar Ávila en el año 1567 tuvo una impresión excelente de la sinceridad de Teresa y de su prudente regla. Le dio autoridad para fundar más conventos en el mismo plan, a pesar del hecho de que el de San José había sido fundado sin conocimiento suyo.

Las trece monjas del pequeño convento de San José pasaron cinco años en completa paz. Teresa instruía a sus hermanas en toda clase de trabajos útiles, así como en la observancia de la religión; pero, tanto en la rueca como en la ora ción, ella era siempre la más diligente. En el mes de agosto de 1567 fundó un segundo convento en Medina del Campo. La condesa de la Cerda deseaba fundar una casa similar en su ciudad natal de Malagón, y Teresa fue allí para aconsejarla al respecto. Cuando esta tercera comunidad fue establecida, la intrépida monja marchó a Valladolid, en donde fundó el cuarto convento, y más tarde el quinto en Toledo. Al comenzar esa obra, Teresa contaba solamente con unos cuatro o cinco ducados (aproximadamente unos diez dólares actuales), pero decía : «Teresa y este dinero no son nada, pero Dios, Teresa y estos ducados bastarán.»

En Medina del Campo conoció a dos frailes que habían °Ido hablar de su reforma y querían adoptarla: eran Antonio de Heredia, prior del monasterio carmelita de la ciudad, y Juan de la Cruz. Con su ayuda y la autoridad que le otorgó el prior general estableció una casa reformada para hombres en Durelo en 1568 y en 1569 otra más en Pastrana, ambas bajo el modelo de extrema pobreza y austeridad. Dejó la dirección de estos conventos y de otros que pudieran fundarse para hombres a Juan de la Cruz, que entonces tenía cerca de treinta años. Éste fue encarcelado en Toledo, durante nueve meses, por haberse negado a obedecer la orden de regresar a Medina que le diera su provincial. Después de escapar se convirtió en vicario general de Andalucía y luchó por obtener el reconocimiento papal de la orden. Juan de la Cruz, que lograra fama como poeta, confesor místico y, por último, santo, se convirtió en amigo de Teresa. Lazos espirituales se desarrollaron entre el joven fraile y la priora, y él fue nombrado confesor de la casa matriz de Ávila.

Las penalidades y peligros que rodearon la tarea de Teresa se demuestran con un pequeño episodio de la fundación del nuevo convento de Salamanca. Ella y otra monja ocuparon una casa que previamente había estado ocupada por estudiantes. Era un lugar amplio, desolado y sucio, sin amueblar, y al llegar la noche las dos monjas se acostaron sobre la paja, pues, según nos cuenta Teresa, «lo primero que proveía en donde fundaba conventos era paja, ya que teniéndola pensaba que tenía camas». En esta ocasión la otra monja parecía estar nerviosa y Teresa quiso saber el motivo. La respuesta fue la siguiente : «Imaginaba qué es lo que haríais con un cadáver si yo muriera ahora.» Teresa quedó desconcertada y únicamente dijo: «Ya pensaré en ello cuando suceda, Hermana. Por el momento será mejor que durmamos.»

Por entonces el Papa Pío V nombró cierto número de visitadores apostólicos para inquirir la relajación de la disciplina en las distintas órdenes, por todas partes. El visitador de las carmelitas de Castilla halló grandes faltas en el convento de la Encarnación, mandó llamar a Teresa y le rogó que asumiera su dirección y remediara los abusos que allí había. Para Teresa fue muy duro separarse de sus hermanas y aun más desagradable dirigir la vieja caso que siempre se le opusiera amarga y celosamente. Las monjas se negaron al principio a obedecerla; algunas llegaban al histerismo ante esa sola idea. Ella les dijo que no había venido a forzarlas ni a instruirlas, sino a servir y aprender de la menor de entre ellas. Con su suavidad y tacto pronto ganó el afecto de la comunidad y pudo restablecer la disciplina. Se prohibieron las visitas frecuentes, las finanzas de la casa se restablecieron y reinó un espíritu más sinceramente religioso.

Teresa organizó un convento de monjas en Beas, y mientras estaba allí conoció al Padre Jerónimo Gracián. carmelita reformado, quien la persuadió para extender su obra a Sevilla. Con excepción de su primer convento, ninguno fue tan penoso de fundar como éste. Entre sus problemas surgió el de una quejosa novicia que acusó a las monjas ante la Inquisición' culpándolas de ser «Iluminadas».5

Mientras tanto los frailes carmelitas italianos se alarmaban con los progresos que hacía la reforma en España, temiendo, según uno de ellos decía, que al fin tuvieran que reformarse ellos también, temor que era compartido por sus hermanos españoles que aún no estaban reformados. En un cabildo general reunido en Piacenza se promulgaron varios decretos en los que se restringía la reforma. El nuevo nuncio apostólico despidió al Padre Gracián de su cargo de visitador de los carmelitas reformados. Se dijo a Teresa que escogiera uno de sus conventos y se retirase, absteniéndose de fundar más. Fue entonces cuando ella requirió a sus amigos en el mundo, los cuales lograron interesar al rey Felipe II6 en su causa hasta el punto de hacerla suya. Requirió al nuncio y le reprochó su severidad para los frailes y monjas descalzos. En 1580 llegó una orden de Roma en la que se eximía a los carmelitas reformados de la jurisdicción de los que todavía no estaban reformados y se daba a cada rama su propio provincial. El Padre Gracián fue elegido provincial de los carmelitas reformados. La separación, aunque dolorosa para muchos, puso fin a las disensiones.

Teresa era persona de grandes dotes naturales. Su ardor y vigorosa voluntad estaban equilibrados por su sano juicio y psicología. No es meramente imaginario que el poeta inglés católico Richard Crashaw 7 la llamara «águila» y «paloma». Podía alzarse audazmente por lo que creía ser justo; podía también ser severa con una priora que, por excesiva austeridad, se hubiera hecho inepta para sus deberes. Pero también podía ser suave como una paloma cuando escribe a un sobrino suyo, irresponsable, y le dice: «la misericordia de Dios es grande, pues ha hecho que hayas escogido tan bien y te hayas casado pronto, pues comenzaste a disiparte cuando eras tan joven que pudimos haber tenido que afligirnos por tu cuenta.» El amor par Teresa significaba algo constructivo, y por ello hizo que la hija de aquel joven, nacida fuera del matrimonio, se educara en el convento, tomándola bajo su cuidado al igual que a su joven hermana.

Uno de los encantos de Teresa era su sentido del humor. En los primeros años, cuando un indiscreto visitante del convento alabó sus pies descalzos, ella se rió y le dijo que los mirara bien, pues ya no tendría ocasión de volver a verlos, queriendo decir con eso que en el futuro no sería admitido. Su método para seleccionar a las novicias era característico. El primer requisito, aun antes que la piedad, era la inteligencia. Una mujer podía llegar a ser piadosa, pero era más difícil que consiguiera ser inteligente, lo que para Teresa quería decir sentido común además de entendimiento. «Una mente inteligente ?escribió es sencilla y puede enseñarse; ve sus faltas y se deja guiar. Una mente blanda y estrecha nunca ve sus faltas aun cuando le sean señaladas. Siempre está satisfecha de sí misma y nunca aprende a hacer lo justo.» La pretensión y el orgullo la molestaban. Cierta vez una joven de reputada virtud pidió ser admitida en el convento, bajo el cuidado de Teresa, y añadió, para hacer hincapié en su intelecto : «Llevaré conmigo mi Biblia.» «¿Cómo? ¿Tu Biblia? No vengas, pues, con nosotras, ya que únicamente somos pobres mujeres que sólo sabemos hilar y hacer lo que nos dicen.»

A pesar de su natural buena constitución física, Teresa sufrió durante toda su vida de dolencias que desconcertaban a los médicos. Parecía como si su fuerza de voluntad la mantuviera con vida. Cuando ocurrió la división definitiva en la orden carmelita tenía sesenta y cinco años y su salud estaba muy debilitada. Sin embargo, durante los dos últimos años de su vida halló la fuerza suficiente para fundar tres conventos más. Fueron éstos el de Granada, en el Sur; el de Burgos, en el Norte, y el de Soria. El total era de dieciséis, realización sorprendente en una mujer tan débil, que puede apreciarse debidamente si recordamos las penalidades de los viajes en aquellos tiempos. La mayor parte de ellos se efectuaban en carretas o carruajes provistos de cortinas y tirados por mulas, sobre malísimos caminos. Sus viajes la llevaron desde las provincias norteñas hasta las riberas del Mediterráneo y hasta Portugal, cruzando montañas, ríos y áridas estepas. Ella y la monja que la acompañaba soportaron todos los rigores del rudo clima, así como la incomodidad de los alojamientos y la escasa comida.

En el otoño de 1582 Teresa marchó para Alba de Tormes, en donde una vieja amiga la esperaba. Teresa estaba enferma y su compañera de los últimos viajes, Ana de San Bartolomé, nos describe la jornada. Teresa se puso peor durante el camino, a lo largo del cual escaseaban los alojamientos. No podían obtener más comida que higos, y cuando llegaron al convento, Teresa tuvo que guardar cama, pues estaba exhausta. Nunca se repuso y tres días después le dijo a Ana: «Por fin, hija mía, he llegado a la casa de la muerte», refiriéndose a su libro Las siete moradas. La extremaunción le fue administrada por el Padre Antonio de Heredia, fraile de la reforma, y cuando le preguntó en dónde quería ser enterrada, ella respondió humildemente : «¿Me negarán un poco de tierra para enterrar mi cuerpo aquí?» Entonces se sentó para recibir el Sacramento y exclamó : «¡Oh Señor, ha llegado el tiempo de que nos veamos uno a otro!» y expiró en los brazos de Ana. Era la noche del 4 de octubre. Al día siguiente sucedió que se estableció el calendario gregoriano y el reajuste hizo necesario que se alargaran diez días, de modo que el 5 de octubre fue contado como el 15, y esta fecha fue luego establecida como fiesta de Santa Teresa. Fue enterrada en Alba y tres años después, siguiendo un decreto del cabildo provincial de los carmelitas reformados, el cuerpo fue trasladado secretamente a Ávila. Al año siguiente, el duque de Alba procuró una orden de Roma para que fuera devuelto a Alba de Tormes, en donde ha permanecido desde entonces.

Teresa fue canonizada en 1662. Poco después de. su muerte, Felipe II, sabedor de la contribución que la monja carmelita hiciera al catolicismo, hizo coleccionar sus manuscritos y los llevó a su gran palacio del Escorial, en donde fueron colocados en una rica arqueta, cuya llave el rey llevaba siempre encima. Esos escritos fueron publicados por dos dominicos y vieron la luz en el año 1587. Sus obras han seguido publicándose en incontables ediciones españolas y han sido traducidas a muchos idiomas. En el transcurso de los siglos, el círculo de sus lectores ha ido extendiéndose, y muchos son los que han hallado valor y comprensión en la vida y obras de esta monja de Castilla, que es una de las glorias de España y de la Iglesia. Los emblemas de Teresa son un corazón, una flecha y un libro.

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