Lo que sabemos de ellos nos viene de las tres cartas que estando san Pablo prisionero en Roma les escribió mientras esperaba ser condenado a muerte.
Timoteo, su «verdadero hijo en la fe» había nacido en Licaonia (Asia Menor) de padre griego y madre judía de nombre Eunice. Cuando san Pablo visitó aquel país, convirtió a Eunice y bautizó también a Timoteo. Al volver por segunda vez, descubrió en Timoteo un corazón y una fe tan grandes que hizo de él su colaborador y su amigo. Desde la primavera del año 50 al otoño del 52, están juntos en Macedonia, en Tesalónica, en Atenas y en Corinto. En la primavera del año 55, lo más probable es que Pablo, que se encuentra en Éfeso, lo envíe a las Iglesias de Macedonia y de Corinto. Reaparece con Pablo en Macedonia, y comparte con él su primer cautiverio romano. Vuelve después a Éfeso a reencontrarse con un Pablo liberado. De nuevo en prisión el Apóstol, hacia el año 67, le pide que venga a su encuentro antes del invierno.
Tito quizá se hubiera convertido ya cuando, hacia el año 48, Pablo lo conoció en Antioquía y se lo llevó consigo a Jerusalén, donde le impidió circuncidarse, oponiéndose a aquellos que querían imponer a los cristianos las obligaciones de la antigua Ley. Le encargó muchas y delicadas misiones ante las Iglesias nacientes; por ejemplo, le enviaba a menudo a Corinto donde las disputas eran frecuentes entre los cristianos. Como él mismo había sido pagano, rito tuvo acierto en el trato con los conversos del paganismo; los judeocristianos, en cambio, no le ahorraron ninguna persecución. De la mano de Pablo sentó las bases del cristianismo en la isla de Creta; después se quedó solo, y allí acabó sus días.
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